Por Patricio Jara Tomckowiack
Arquitecto
Hacemos
casas, plazas y calles para dar cabida de la mejor forma posible a lo bueno y
lo malo que hacemos y nos hacen cada día. Ese es el verdadero oficio del arquitecto.
Porque si hay un buen lugar para el amor y el odio, la risa y el llanto, la esperanza
y el pesimismo, dualidad inseparable de la vida del hombre, es una casa,
una plaza y una calle.
La vida se da vueltas en esta santísima trinidad sin tener mucha opción ni oponer gran resistencia. La arquitectura es la dulce o fatal condena del hombre. Su casa y la de sus amigos, su plaza o
el parque de su comuna y la calle que lo conduce entre ellos es su lugar en el
mundo.
Somos
arquitectos para desahogar la vida y por eso proyectamos con el máximo rigor y talento disponible; el rincón cálido de la estufa para frotarse las manos y las piernas frente a ella, el balcón de la nostalgia y la locura donde cabe una sillita y a veces dos, la sombra alegre del árbol en el patio donde poner la reposera, que son los lugares donde se desahoga la vida en su cotidianidad, haciendo que ésta sea menos miserable y más
feliz.
Somos
solo uno, somos seres de rincones y la plaza con la calle son la extensión de nuestra casa, que nos ofrecen en el espacio público rincones exteriores para cuando los
interiores son insuficientes porque la vida nos abruma de alegría o tristeza.
Quizá
la decisión de instalar un simple escaño junto a una farola o bajo la sombra de
un encino no otorgue al arquitecto el tan anhelado reconocimiento de sus pares,
pero su función como rincón propicio para desahogar la vida del hombre e
impulsarlo a seguir adelante es irrenunciable, y ese es el más grande y
silencioso premio del quehacer el arquitecto.