lunes, 24 de febrero de 2014

Rocío Resort, un camping All Inclusive



Por Paticio Jara Tomckowiack
@PatricioJaraTom

Mario Benedetti nos dice que es conveniente y hasta imprescindible tener a mano una mujer desnuda y en lo oscuro, que otorgue cierta claridad a la habitación y nos socorra en caso de repentinas soledades y nostalgias[1]. Esto es muy importante, pero adicionalmente a ese kit básico de sobrevivencia para la vida cotidiana yo quisiera agregar que, junto con lo anterior, nunca está de más llevar consigo algún pedazo de trapo o tela para colgar cuando vamos a un Resort.
A la vuelta de la esquina de Temuco está el camping Rocío Los Boldos en el río Quepe. Rocío Resort le llamábamos a ese lugar con los amigos de la población cuando íbamos a acampar allí en las épocas felices del liceo. Esas vacaciones sí que eran All Inclusive (todo incluido), como en todo buen Resort, porque llevábamos las condorito[2], las cámaras de tractor, las mantas, las ollas, las damajuanas, en fin, todo lo necesario para ser feliz y estar “bien abastecidos” un par de días. ¡Y vaya que lo hacíamos!
Llegábamos allá en la Chevrolet Luv blanca con cúpula del papá de un amigo y ese momento era para mí la gloria, la llegada, esa maravillosa sensación de buscar, fundar y crear un lugar para que sea tu hogar por un par días. Buscar la mejor sombra donde poner tu carpa porque sabías que el vino blanco con yupi al otro día te daría vuelta la cara. Que espectacular era organizar y emplazar todas las carpas apuntando hacia el fogón y hacia esa mesa de cuatro palos y un choco[3] que conforman ese espacio sagrado destinado a estar, cocina y comedor, escenario perfecto para la amistad y la vida. Creo que alguna vez hicimos leña de la mesa. Creo allí yo me hacía arquitecto. 
Otra de las mejores experiencias de acampar era ese momento cuando das tres pasos y estás en la carpa para buscar un chaleco, y luego das otros tres y ya estás de vuelta compartiendo en el fuego, jugando a muerte una partida de carioca, tocando a Silvio y a Los Enanitos, contando historias nuevas y otras repetidas. Esa proximidad de todo lo necesario para la vida (que no son más que tres piedritas como nos dice Pepe Mujica) es lo que me bastaba para pasar un verano de lujo en aquel Resort.  
El camping Rocío Los Boldos tiene tres particularidades que lo hacen la joya que es. Lo primero, el remanso del rio Quepe donde se hace una pequeña playita de arena para echarse a “lagartijear”, luego de lanzarnos en épicas navegaciones en la cámara de tractor en ese tramo del río sin corriente. Lo segundo, es el muro verde de nalcas, chilcos y otras hierbas que junto con una vertiente que da música al ambiente, confinan el otro lado del río dándole una interioridad y un cobijo al lugar, y un pequeño eco que favorece el maravilloso acto de escuchar conversaciones ajenas. Y en tercer lugar, eso que le permite al camping ladrarle “quiltramente” y sin miedo a los mejores Resorts caribeños, un tupido bosque de boldos que protege y perfuma todo el predio haciéndote sentir que la mirada te sobra, que eres el espacio vacío en el interior de un guatero de semillas.
Estas tres singularidades (o más bien tres estrellas) son las que dan el toque All Inclusive al Rocío Resort de Los Boldos en el río Quepe, porque allí tienes todo lo que necesitas e incluso cosas que te sobran como los ojos. Solo una cosa falta en ese paraíso y que yo recomiendo sentir como una obligación llevar consigo, se trata de algún trapo o pedazo de tela para colgar y tensar entre los boldos como una bandera de esa nación itinerante, para señalar tu lugar en ese territorio (en tu recuerdo), fijar tus colores en el paisaje y conquistar tu sitio en el camping como se debe hacer con los lugares importantes, aunque sea solo por unos días y esto no importe a nadie.

Una tela al viento dándose un baño en el aroma de los boldos se deja dibujar en sus espaldas un invisible mapa regreso.




[1] Del poema: Una mujer desnuda y en lo oscuro.
[2] Hawaianas o sandalias.
[3] Pedazo de madera multiuso en el mundo rural chileno.

lunes, 17 de febrero de 2014

Las postales de nuestra vida


Por Paticio Jara Tomckowiack
@PatricioJaraTom

El rouge (lápiz labial) rojo hace que resalten los labios de una mujer y (algunos) se queden grabados para siempre en ese rincón donde se guardan las postales de nuestra vida. Esas postales son los momentos que, por muy buenos o muy malos, deliciosamente nos marcan y de la nada nos arrancan una sonrisa o lanzan a un vacío de nostalgia en el baño o en la oficina. Son la pimienta negra del plato mayor que es la vida.
Casi siempre junto a nosotros en esas postales aparece la ciudad. Bella o fea, sustentable o chanta, con palmeras o desiertos, siempre es el escenario ideal para retratar lo bueno y lo malo. Es que las ciudades juegan un rol importantísimo en la generación de esas postales, pero no lo sopesamos, porque no tienen un rouge color rojo que vaya indicando y resaltando esos lugares.
Diariamente hacemos la misma ruta en la ciudad, mismos lugares, mismas cosas y mismas horas, pero hay días en que algo especial ocurre y sutilmente nos desviamos de esa recta monotonía, cuando te acuerdas que en ese paradero de micro diste tu primer beso, que en la solera de esa esquina lloraste una pena, que fumaste por primera vez en ese rincón del parque, que tras ese arbusto casi te roban la bicicleta, que sentado en esa jardinera de la plaza esperaste a alguien sabiendo que te patearía el trasero.
¡Hay de nosotros si la ciudad hablara!
Piensa sólo en la cantidad de proscenios, escenografías y telones de fondo de tu vida que hay entre tu casa y el centro de la ciudad.
He sabido que en lugares emblemáticos de los peores desastres ocurridos en la Alemania del siglo XX se instalan en las calles unas placas metálicas que señalan: aquí murió fulano, aquí nació mengano, aquí se escondió pepito, este agujero de bala lo disparó Juanito, etc. Para así mantener viva la memoria de su pueblo. Algo parecido a lo que se quiere o podría hacer con el proyecto de la “Ruta Patrimonial de Neruda” en Temuco.
Hay momentos en que uno sin darse cuenta va construyendo sus postales en un simple paseo dominguero por un parque, esperando el colectivo en calle Bulnes, en la fila de las papas fritas en Rodríguez, en el café más piojento o el Sushi-Bar de moda. Todos los lugares de la ciudad están disponibles para ser parte de tu historia. Por eso nos gusta la arquitectura, porque en cada escaño de cada plaza que proyectamos van a pasar cosas importantes para alguien. Eso es seguro.
No sé por qué, pero cuando me ha tocado diseñar una plaza o un parque lo primero, y último, que pienso es en los pololos o amantes que van a ir allá. En aportar con la arquitectura a que esos besos, discusiones absurdas y declaraciones de eternidad tengan la mejor música que el viento pueda hacer contra un árbol, el mejor sol de la tarde, el pavimento menos monótono para imaginar figuras en las líneas de las baldosas, la vista hacia la casa más bonita de la cuadra. El éxito profesional para mí sería una pedida de matrimonio en un plaza que haya diseñado, y si ese compromiso dura más de tres años sería como ganarme el premio Pritzker[1].
Hace años miraba la esquina de Falabella desde lo alto de un edificio, en pleno centro de Temuco, mientras esperaba al dentista, la gente se veía como hormigas pero pude distinguir a un lanza robándole la cartera a una mujer. Ella salió corriendo tras de él hasta perderse en la multitud. A los tres segundos la gente seguía pasando distraída, sin enterarse de nada, por el mismo metro cuadrado donde había ocurrido ese drama. Esa postal negra en la vida de esa mujer.
¿Cómo serían las ciudades si fuéramos marcando con rouge de color rojo los lugares donde se han construido las postales de nuestras vidas?  Dos cosas tengo claro, habría más metros cuadrados de besos que de calles y áreas verdes; y eliminaríamos de cuajo esa expresión de que las ciudades son grises. 



[1] Algo como el Nobel, los Oscar o el Copihue de Oro para los arquitectos. 

jueves, 13 de febrero de 2014

Una sombra



Por Patricio Jara Tomckowiack
@PatricioJaraTom

Un solo árbol no es arquitectura, pero varios árboles dispuestos para conformar una zona de sombra sí lo son. Asimismo, una malla de kiwi mal tensada y amarrada miserablemente a cuatro palos endebles, queriendo formar un árbol, también es arquitectura. Pues está hecha de materia, con la mano del hombre y su mensaje. 
¿Quién necesita más que una sombra en verano? Nos están diciendo (y con una bofetada) los puestitos de venta de orilla de carretera, mientras vamos en nuestros automóviles-super-cool-climatizados y de pronto vemos como en los bordes del camino están abiertas las ventanas del paraíso y se nos ofrece “x caja” la verdadera selección nacional del placer: en defensa la sandía “la pitbull” de Paine; en el medio campo los tomates “redonditos maravilla” angolinos; y en delantera los “patrones del gol” (y del vino blanco) los melones calameños.
Esa sombra cobija lo mejor de la geografía de Chile y sirve para estar fresco y echar la talla[1] mientras se espera que alguien compre. Sirve para dar colores al pavimento en la monotonía del sol o el cielo nublado de La Araucanía. Sirve para que no se calienten los mangos y el asiento de la bicicleta y poder ir a buscar agua y más tomates a las doce. Para soñar y amar mirando la ruta que para el ojo humano termina un kilómetro y medio más allá según mis recientes estudios como co-piloto. El único problema de esa sombra es que a menudo no se ve y, lo que es peor, los arquitectos tampoco la vemos. Nos estremecemos frente a su falta de cúatica[2] constructiva y nos cuesta mucho dejar de lado –o a la sombra- nuestro ego como para proyectarla.
Recuerdo un comentario que hizo un profesor de la comisión del proyecto de fin de carrera de arquitectura a mi gran amigo y colega Moisés Tepano, descendiente Rapa Nui, cuyo proyecto era diseñar un Centro Cultural Rapa Nui en la isla. Allí, en medio de un hermoso conjunto, él proyectó un espacio (un salón o algo así) para que sea utilizado como consejo de ancianos, y el profesor le preguntó: ¿y qué pasa si ese lugar fuera sólo una sombra? ¡Un simple techo!
¡Plop...! No recuerdo cual habría sido la respuesta del alumno frente a ese combo de boxeador viejo, pero esa pregunta en los descuentos del partido hizo que yo más me enamore de esta profesión que odio.
¿Una sombra?... Como espectador la pregunta a mí me pareció ofensiva, grosera, digna querella si yo hubiera sido un niño rico. ¿Qué le pasa a este tipo? Todos nos pasamos ese último año de los seis y un día que dura la condena inicial de la arquitectura, dando lo mejor de nuestros cerebros de cartón, inspirándonos con fotos pegadas en la pared del taller con los más bellos edificios de arquitectos europeos, comprando la mejor hierba para viajar en busca de “la forma del proyecto”, ahogándonos en café, en cigarro y en mentix para hacer con todo eso, y mucho trasnoche, amor y sudor, grandes y ostentosos proyectos de fin de carrera que, hoy, hermano y colega,  aunque duela, si haces tu carrera desde una pequeña ciudad chilena difícilmente lograrás hacer. A menos que tengas muy buenos contactos o tu viejo sea primera categoría en el registro del Ministerio de Obras Públicas o de Vivienda y, cuando ya le entretenga más jugar al cacho o tomar café en el bar que estar en la oficina, te deje el nombre, la oficina y el registro.
Esa sombra, ese techo que apareció en mi vida arquitectónica (y amorosa) como gol de último minuto, hoy lo agradezco. Porque quizá no dispondremos de la tecnología y los recursos extraterrestres que se necesitan para proyectar los edificios que nublan las páginas de arquitectura. Pero si disponemos de la experiencia de haber estado bajos los techos maravillosos de una ruka mapuche, almorzando a media luz bajo un parrón, protegidos de la lluvia (aunque con las piernas mojadas) en un paradero piñufla de la Teodoro, con el culo en la pared y bajo el alero de una casa haciendo un asado en el invierno de Temuco y del Lautaro de Jorge Teillier, reposando el cordero bajo un Sauce en Chol-Chol. 
Estas son nuestras sombras. Este es nuestro desafío y el de Latinoamérica; hacer mucho con poco para dar plenitud al hombre.






[1] Chilenismo: Hablar cosas divertidas y relajadamente.
[2] Chilenismo: Persona, animal o cosa muy aparatosa y estrambótica.

jueves, 6 de febrero de 2014

El lugar del asado de cordero


Por Patricio Jara Tomckowiack
@PatricioJaraTom

En palabras de Mario Vargas Llosa, cuando en 1943 Neruda subió por primera vez las difíciles alturas de Machu Picchu al ver ese espectáculo de vértices y aristas su expresión habría sido: “que sitio para comer un cordero asado”.
Como pasa con muchos detalles insignificantes, pero que finalmente son los que nos construyen por dentro, dan gracia a los libros, al cine y a los pololeos adolescentes, por años ha dado vueltas esta expresión en mi cabeza. Encuentro notable la aparición de nuestro cordero asado allí, clavado como una bandera en esas cumbres de todos los pueblos. Y sobre todo viniendo de Neruda, pero no del Neruda poeta de Temuco, del artesano de la lluvia, sino de un señor que al mediodía comía un bistec a lo pobre y a las dos de la tarde almorzaba.
Este fin de semana sorpresivamente me encontré comiendo un asado de cordero en Coñaripe con mi familia y la compañía inesperada de la lluvia del verano, la magia del sur de Chile, dicen. Allí estuvimos ese grupo de caníbales que compartimos apellidos y sangre, desgarrando bronceadas piernas pasosas, sacando brillo a opacos huesos, adentrando nuestros colmillos en carnosas cavernas imposibles para la anatomía humana y peleando a muerte las costillas sin importar estuviera al frente tu abuela, tu madre o el tío que compró el cordero. Como en el amor y la guerra allí todo valía por unas costillitas.
Luego de haber comido y quedado bastante  satisfechos, vuelta a repasar las costillas una vez más por si los ojos y los dientes hubieran tenido un resto de piedad contra algún rincón del animal, por si el garrón de la abuela Elisa se había salvado esta vez, por si un beso tibio aparecía naufragando en ese delicioso mar de grasa y sal que cubre las flores de todos los platos.
Toda la vida tuvo sentido en esos veinte minutos que costaron tres horas de: el fuego está bajo, no dejes de darle vuelta, chambriemos más vinito, voy a la farmacia por más, dale un apurón que el cordero no se puede comer crudo sino patea.
Así fue la tarde de un domingo que podría haber sido uno más de insomnio, de caña, de televisión, de anticipar el lunes, de planchar camisas, de ir al super por algo dulce. Ese día fue especial porque fue la fiesta nacional que habíamos esperado todo el año. Ese domingo de verdad estuvimos vivos, mientras la lluvia pedía un lugar en la mesa tocando el zinc para entrar en nuestras propias alturas imposibles, en nuestro sencillo Machu Picchu hecho de restos de tablones que nos cobijó para para bailar, escuchar La Picarona de Lican-Ray, imitar a Luis Miguel y al regatón del El Big Boss. Allí en ese espacio que mira al fuego, en ese lugar de sombra y ropa seca donde se pone una mesita en la esquina para apoyar el vino y los cuchillos, y se disponen en círculo los asientos plásticos que compramos un domingo cualquiera en el viejo Sodimac de Caupolicán.
 Francamente no sé ni entiendo si existe una relación particular entre el asado de cordero y la arquitectura mágica de Machu Picchu como sugirió Neruda. Pero si sé que en Coñaripe, en ese sendero del guerreo mapuche, en esa falta de alturas de un radier mal afinado y un par de tablas recicladas nosotros también hicimos un poema y un canto.
Quizá lo del poeta no fue más que un simple chilenismo para expresar felicidad y regocijo. Quizá sí tenemos identidad y esa se nos sale de la boca como un garabato al clavarse un dedo cuando se nos presenta la vida y la obra del hombre en todo su esplendor.