Por Patricio Jara Tomckowiack
@PatricioJaraTom
Una cosa que me encanta de mi rutina es ir todas las semanas a Las Muñecas (del Ñielol) a comer porotos. Las Muñecas es una picá[1] de comida tradicional chilena muy antigua en Temuco, similar a las que existen en todas las ciudades del mundo, de donde obtenemos el componente básico para la existencia humana en la tierra: el sabor casero.
@PatricioJaraTom
Una cosa que me encanta de mi rutina es ir todas las semanas a Las Muñecas (del Ñielol) a comer porotos. Las Muñecas es una picá[1] de comida tradicional chilena muy antigua en Temuco, similar a las que existen en todas las ciudades del mundo, de donde obtenemos el componente básico para la existencia humana en la tierra: el sabor casero.
La historia cuenta que en sus orígenes las hijas de la dueña
atendían las mesas y el sello del lugar además de la abundancia y el buen sabor
de sus platos, era el abismo que existía entre la belleza y las simpáticas
hijas que no tenían otra que valerse de una gran voluntad, esfuerzo y agilidad
para no incomodar a los comensales. Así, esa catedral de la fritanga mater fue bautizada como “Las Muñecas”.
Me gusta ir allá porque es uno de los pocos lugares en Chile
donde pareciera haber integración etaria y de clases socio-económicas, pues por
allí se dejan ver oficinistas, obreros, pitucos, ancianos, familias con niños y
tipos solos como yo viendo Facebook en sus celulares.
También me gusta ir a ver en Las Muñecas a la gente
sorprenderse al llegar su plato, cerrar los ojos y exclamar ¡Oh My God (sssssssss)!
al disfrutar el sabor “típico y económico” de las guatitas coronadas y
ennoblecidas por un puñado de papas fritas, la carne sumergida y entregada al
placer como Pamela Díaz en calendario de Malta Morenita pero sobre unos buenos porotos
con rienda, los colores, los brillos y el aroma de la cazuela de ave ardiendo,
el vapor saliendo de una papa frita seca y gordota que guarnece una carne al
jugo impecablemente cocida y, por supuesto, lo más notable, el toque
muñequistico de las sopaipillas con ají pebre que acompañan todo como una
sombra o un ángel de la guarda. Y cuando parece que ya no hay mayor placer posible;
llega tu bebida de litro heladita.
Todo este -como dicen
los políticos- “paquete de medidas” hace desfilar hambrientos a los comensales
por el atestado salón en busca de una mesa a la hora de la colación. Pero si
llegas a la catedral después de las 13.30 eres hombre muerto y tendrás que
olvidarte de alcanzar ese momento de gloria cuando te dicen: ¿Qué se va a
servir?
Otra cosa que me gusta es que en Las Muñecas ya tengo mi
garzona de cabecera, algo así como tu secretaria, el conserje o tu psiquiatra,
alguien de confianza y con mucho tacto. Basta mirarnos tipin[2] 13.15, para que ella sepa que deberá venir
danzando como una odalisca hacia mí en ese paisaje imperial de madera y fierro
con unos porotos, una sprite y el toque muñquistico.
Son muchas las sensaciones que Las Muñecas me producen, pero
las más relevantes son tres: el placer de las grasas y espesores de la comida
tradicional chilena, las ganas de ser chef y repartir alegría al mundo, y una
profunda decepción con la arquitectura que me causa una sensación de engaño y la
de ser uno más que fue birlado por una universidad privada. Este sentir me
preocupa, y mucho, pero por suerte cuando ya estoy de vuelta en mi casa
reposando.
La vieja casona que alberga el restaurant inicial es hoy la
cocina y los comedores el resultado de múltiples ampliaciones hacia el patio
trasero, que se van habilitando o separando mediante unas grandes cortinas amarillas
que modulan el salón. De lado a lado, de deslinde a deslinde se configura ese
espacio sacro, blanco y con un metro cincuenta de cerámica blanca que ni
siquiera corresponde al mismo modelo. El lugar es muy simple pero a la vez extraño.
La tele siempre está prendida como para evitar que los arquitectos hagamos una
mala crítica arquitectónica en los medios de comunicación o algo similar.
Tampoco existen ventanas que permitan el ingreso de luz y que el ruido se disipe
al exterior, sólo hay dos planchas transparentes en el cielo que actúan como
tragaluz y que yo sospecho le dan una gracia al lugar.
¿Qué puede hacer la arquitectura frente al sabor de la buena
comida? Creo que es una nueva batalla perdida para los arquitectos. No creo que
ni Le Corbusier, Wright o Niemeyer podrían haber hecho algo contra esas manos
de mamá, de abuela, de señora, que obran milagros en esa pequeña y terrenal cocina.
Mientras muchos nuevos restaurantes en la zona gastronómica
de avenida Alemania se esfuerzan por tener un sello de diseño o de arquitectura
de vanguardia con artilugios, neones y todo tipo de fachadas, allí seguirán Las
Muñecas del Ñielol, en el mismo lugar, con sus mismos altares cuadrados de
madera repletos, con las mismas cortinas amarillas, en la misma vieja casona con
que anónimos carpinteros y albañiles construyeron esta arquitectura del sabor.
[1]
Lugar bueno, bonito y barato donde comer o comprar algo.
[2]
Chilenismo que quiere decir “alrededor de.”