lunes, 24 de noviembre de 2014

Caminos nuevos



Por Patricio Jara Tomckowiack
Arquitecto

Hay caminos que se eligen y otros nuevos que lo eligen a uno. Para llegar de “A” a “B” hay siempre más de una alternativa: a) el camino directo, ese viejo conocido que usamos para hacer trámites, para casi no salir de casa, para casi ser invisibles uno y el paisaje; b) el camino largo, ese recorrido para perderse dilatando las llegadas o los regresos, para caminar en actitud de paseo y despreocupación, pero que a veces por exceso de entusiasmo y condimento se vuelve incomible y terminamos todos sopeados; y, c) el camino nuevo, ese que es puro regalo ante la ausencia de expectativa del que viaja, ese recomendable romántica y místicamente, el de los aventureros, dicen. ¿Y cómo saber cuál elegir? Da igual, nos toca transitarlos todos, a cada uno su momento, a cada destino su proceso o camino.  

martes, 18 de noviembre de 2014

Temuco ciudad enterrada





Por Patricio Jara Tomckowiack
Arquitecto

Quizá como la ciudad sumergida de Chico Buarque, Rio de Janeiro, en un futuro lejano Temuco será una ciudad enterrada, tragada por la tierra, los volcanes o recuperada por Tren-Tren y Cai-Cai. Donde los futuros arqueólogos rescatarán, entre los vestigios de banderas y gritos ahogados del pueblo mapuche, restos de cartas, poemas, algunas de las pocas selfies que fueron impresas y frases que no se alcanzaron a decir de amores que no fueron utilizados, desechados y no correspondidos. Pero que permanecerán intactos, quizá aun paseando sobre la avenida Balmaceda o Pablo Neruda, bajo cientos de metros de sedimento, para ser tomados y usados por futuros amantes que completarán su función de amor.


Basado en la canción "futuros amantes" de Chico Buarque.
https://www.youtube.com/watch?v=YSYvpZb_BtY

domingo, 9 de noviembre de 2014

La belleza como una forma de mirar



Por Patricio Jara Tomckowiack
Arquitecto

Propongo de hoy –advertido cierto vacío normativo en la materia- a la belleza como una forma de mirar la ciudad, su gente, el acontecer propio y el ajeno.
Mismas personas, atardeceres, soles, árboles, cables, veredas, ciudades, plazas, casas y lugares están siempre allí para ser vistos. Y si se es más atrevido también para ser usados, observados y disfrutados.  No se necesita tanto para ello, solo una gotitas invisibles de belleza en los ojos (una por cada uno basta) y el resto viene por añadidura.
Claro que quisiéramos más parques y más plazas, pero si juntamos todos los árboles de los antejardines de las casas no todo está perdido.    
Claro que quisiéramos más paisajes y menos fachadas, pero desde algunos balcones se ve la punta de los volcanes Llaima y Villarrica. Y si ahora  el problema es que se vive en casa de un piso, no falta un conocido con balcón al oriente para pedírselo unos quince minutos día por medio.
También es claro que quisiéramos un mejor clima para vivir el espacio público y todo eso, pero este domingo de noviembre está soleado y si se le mira con belleza puede ser todo un año y quién sabe hasta toda una vida.
En promedio, la ciudad está perfecta y que ganas de ofrecer disculpas por todo lo que se ha mirado con otros ojos.

jueves, 7 de agosto de 2014

Saudade de la verdad y la belleza de Brasil


Por Patricio Jara Tomckowiack
Arquitecto

Saudade, como tantos otros tesoros culturales no tan conocidos, es una palabra del portugués que carece de traducción literal. Más bien se refiere a un sentimiento parecido a la nostalgia, a la ausencia, a algo que hace falta, pero no es eso.
Se dice de saudade (pronúnciese saudayi) que es una palabra blanca y de perfiles ambiguos. Es no querer saber de un viejo amor, pero querer al mismo tiempo. Es eso que se siente de una visita a los Ojos del Caburgua un verano de juventud, de la caleta de Mehuin en la infancia, del amigo que se fue lejos o de nosotros mismos cuando el tiempo pasa y no perdona.
Saudade me provoca un Cuartel de Bomberos en Sao Paulo cuya cubierta es una multicancha, pero una muy bien puesta, no como un sombrero que queda chico, sino perfecta como el propio cabello del edificio. Así nomás, sin más preámbulos, fachadas, ocultismos, camuflajes ni mentiras: un espacio para el deporte, el ocio y la entretención para quienes tienen ventanas de tiempo entre tragedia y tragedia.
En casos donde la belleza se hace tan evidente y la falsa arquitectura de los decorados pasa por fin al olvido poco se puede comentar y uno solo debe rendirse  a contemplarla, porque, como dicen por ahí, la verdad es belleza. Y el caso del pequeño Cuartel de la rua da Consolcao de Sao Paulo, que es un altar para la profesión bomberil, el deporte y la forma de vida del brasileiro, es una de las verdades más sensatas y bellas que uno puede ver. Esta felicidad en la simpleza y este sin rodeos lo hacen sentir a uno saudade de Brasil. 

lunes, 21 de julio de 2014

Estación Consolação: emociones bajo tierra

Por Patricio Jara Tomckowiack
Arquitecto

La estación Consolação del metro de Sao Paulo, en Brasil, puede llegar a provocarle a uno cierto placer y rechazo simultáneo cuando se es provinciano. Esta soterrada dualidad aflora en su polo negativo al descender los tres o cuatro pisos que separan la zona de embarque y desembarque de la superficie. Una vez abajo, se precisa recorrer unos diez minutos de interminables escaleras y cintas mecánicas en distintos niveles de altura y velocidad en una suerte de carretera humana que lo conducen a uno, finalmente, al andén donde hacer un simple trasbordo con la Estación Paulista.
La vida en esta ciudad subterránea transcurre bajo cientos de rascacielos y miles de brasileños -aunque sea difícil creerlo- de terno y corbata al más puro estilo Wall Street. Allí, para reforzar la idea de que eres un ser alineado, en medio de la monotonía del recorrido adviertes que la única posibilidad de utilizar tus sentidos es seguir dos tubos gigantes de color naranja que cuelgan del cielo llevando el aire necesario para la vida en ese lugar y que te sirven de guía para seguir y seguir y seguir caminando sin desfallecer.
Pero viendo el vaso medio lleno el simple hecho de saberse nadando por esas napas humanas con un alto porcentaje de certeza, en cuanto a tu orientación, por en una de las estaciones más grandes y concurridas de la ciudad más grande de américa latina, puede llegar a provocarle a uno cierto placer compensatorio que crece o decrece en la medida si se es más o menos provinciano.
Esta placentera sensación puede acrecentarse hasta límites inimagibales en el fortuito caso que un turista le pregunte a uno como llegar al Rodoviario, a lo cual, con falsa seguridad, uno deberá responder: que tomé en la estación Paulista la línea amarilla con dirección Luz, luego se cambie a la línea azul con dirección Tucuruvi y finalmente se baje en estación Portuguesa-Tietê: Oh, my God! Asi debe ser el paraiso, aunque dure tan solo unos segundos y no te puedas quedar dándole la cátedra “conociendo Sao Paulo en español”, porque la masa ya te arrebató al turista.  
Quizá Temuco no haya sido tan mala escuela para manejarse en el mundo y la diferencia de recorridos y colores en los carteles de las micros 5 Pobl. Temuco y 5 Directo Ufro o la 8A Las Quilas y la 8B Altamira hayan servido para formarlo a uno. La cosa es que Consolação es línea verde y Paulista amarelo, así de simple, como cuando iba al centro a comprar polquitas (canicas) en la 8B porque el pasaje a $30 pesos me parecía bastante barato y uno solo debía asegurarse de tomar la micro del letrero amarillo con letras negras.
Los tubos de ventilación de la estación Consolação son de color naranja y marcan el espacio y el tiempo de permanencia en ese lugar de movimiento constante. Esa es la tercera pieza del puzle, como cuando en Temuco la mamá dejaba al hijo en la micro y le decía al chofer: “Me lo deja en la escuela Francia”, y le daba al pequeño un beso anaranjado que lo inmovilizaba en el primer asiento con sus patitas colgando unos zapatos recién lustrados y sin sacarse la mochila de la espalda durante los quince minutos que duraba el viaje.

miércoles, 9 de julio de 2014

7 a 1



Por Patricio Jara Tomckowiack
Arquitecto

Ayer en el partido de Brasil contra Alemania por las semifinales de la Copa del Mundo 2014 fuimos testigos de uno de los momentos más extraños, increíbles y terroríficos de la historia del fútbol. En apenas dieciocho minutos, miserables, escasos, poca cosa, cayó el Imperio del balón y se detuvo el fútbol, dejó de existir hasta la palabra f-u-t-b-o-l, le taparon su hermosa boquita hexagonal con un paño con cloroformo, saquearon nuestros museos y cajas fuertes de la memoria, prendieron fuego a nuestro patrimonio de canchas de tierra, pues el deporte que nos apasiona entró en un agujero negro. Y es imposible que los de amarillo hayan sido Brasil. 
Con la caída de las Torres Gemelas del fútbol queda la sensación de que todo está perdido, que todo lo que sabemos es errado y que hemos perdido el tiempo toda nuestra vida. Es el dolor de una pérdida la que muchos padecimos ayer durante esos dieciocho minutos con la partida “a mejores canchas” o "a las canchas del cielo" del jogo bonito, de los ganadores de una de cada cuatro copas del mundo, del equipo del mismísimo Rey.
¿Qué tiene que ver esto con arquitectura? ¡Poco o nada, pero es más importante! Aunque en lo que quizá se vincula es en que este hecho apocalíptico quedará grabado tristemente en la historia futbolera de humanidad como los malos edificios quedan en la trama de la ciudad, recordándonos con su falta de gracia, innovación y belleza que somos vulnerables y que ella, la arquitectura, cuando es mezquina con la ciudad también nos hace daño a todos.
En cambio para equipos pequeños como el nuestro que no hacen daño, que nunca han ganado una copa que merezca ser bordada en forma de estrella sobre nuestra insignia y que destacan por la simpatía y entusiasmo de sus cánticos, la oportunidad que nos deja lo de ayer es muy valiosa, pues evidencia la existencia de fallas en la “matrix” futbolera, tal como le ocurrió a los canarios ayer en esos solo dieciocho veces sesenta segundos. Por esto debemos estar atentos a la espera de que nuevamente se vuelva a abrir la matriz, esa ventana que caprichosamente las fuerzas superiores del fútbol y la vida abren cada cientos de años, aunque el cometido nos tome toda la vida, porque finalmente es ese espacio de luz la gracia y el sueño  que buscamos con cada fanchop[1] cuando nos enfrentamos al deporte más bello e injusto del mundo.
No sabemos si alguna vez nuestras ciudades puedan posicionarse por sobre Berlin o Curitiva en materia de calidad de vida, encontrando así una falla en la “matrix” urbanística, pero quizás no es tan terrible tener ciudades pequeñas, simples y con tan pocas expectativas (es decir, carentes de borde ríos, buenos parques, vida en el espacio público, edificios culturales abiertos y contundentes, etc.) porque como dijo Neruda: “algún día, aunque tú no lo creas, los más sencillos ganaremos”. Y ayer cayó Goliat de espaldas en su casa y dejó las puertas abiertas. 



[1] Trago chileno donde se mezcla Fanta con cerveza. 

viernes, 20 de junio de 2014

Maracaná


Por Patricio Jara Tomckowiack
Arquitecto

En nuestros cuerpos semi-herméticos las emociones van y vienen, suben y bajan, alimentan y entierran esperanzas, mientras afuera nadie se entera de nada. Un estadio de fútbol, así como un gimnasio, un polideportivo o cualquier edificio destinado al deporte, por más piruetas arquitectónicas y técnicas que se incluyan a sus fachadas no deja de ser una caja. Un lugar cuyo sentido está en su contenido, en el vacío neutral y mínimamente equipado de su interior donde acontecen los hechos más increíbles para unos y los más irrelevantes para otros.
Si los estadios de fútbol disputaran su Copa lo harían en el Maracaná de Río de Janeiro. En ese que fuera el estadio más grande del mundo, en ese que tiene el record de espectadores con casi doscientos mil individuos atentos a una pelotita, y, sobre todo, en ese donde un grupo de uruguayos sin ningún respeto le robó la Copa del Mundo al propio Brasil en 1950 y condenó a todo un pueblo y su territorio a una eterna casi felicidad llamada Maracanazo.
Todos llevamos un Maracaná dentro, un lugar invisible e inmedible por científicos y esotéricos, como Dios o el diablo, donde ponemos nuestra existencia a disposición de un resultado sin mediar  condiciones. Donde nos quedamos mirando la cancha media hora después del pitazo final porque Chile eliminó al campeón del mundo en 2014. Donde se nos cae una lágrima y hace un nudo en la garganta al entonar la canción en la que coincidimos buenos y malos, abusadores y trabajadores. Donde no podrás creer lo que estás viviendo aunque te pellizques o te lo haya contado tu padre mil veces y con lujo de detalles muchos años antes.  
Podemos debatir si el Maracaná es o no un regalo de la arquitectura, mediante las adecuadas proporciones de sus tribunas, sus cerramientos y el orden preciso de sus asientos frente al rectángulo verde, pero lo que no aguanta demasiada discusión es que todos llevamos un Maracaná dentro que duerme esperando el momento de verte jugar. 

miércoles, 11 de junio de 2014

Bares y barcinhos de Rio de Janeiro

Por Patricio Jara Tomckowiack
Arquitecto

Rio de Janeiro es una fiesta donde la gente no para de divertirse, celebrar y falar (hablar) en los bares y barcinhos de las esquinas, de mitad de cuadra y de cualquier rincón donde haya suelo. En  esa arquitectura de palabras y espacio público todas las conversaciones del mundo están sucediéndose y a toda velocidad, como en una autopista de mesas y sillas endebles que apenas sostienen la cerveja y el café com leite.
Los bares y barcinos se vuelcan hacia las veredas de hermosos mosaicos de piedra blanca y negra, cuyas siluetas y pomposas curvas nacen del antojo de los maestros-artesanos que dibujan a martillazos el imaginario de sus vidas de favelas, playas y cerros. Esa es la postal de Copacabana, Ipanema y Leblon, los colores de la camiseta de recambio del jogo bonito de Brasil en el mundo.  
La gente va y viene por las calzadas peatonales con su riguroso uniforme de felicidad de hawaianas, bañadores y una que otra mascota. Así es el ritmo constante en Rio de Janerio, relajado, como quién manda todo al carajo y ya no tiene nada que perder, aunque a la vez un poco  apresurado, como quién va de una fiesta a otra.      
Los taxis tiñen de amarillo las ruas (calles) batiéndose entre hileras interminables de selectos ómnibuses VIP con aire acondicionado y los populares buses del TransCarioca para la gente sin camisa. Las banderitas verde-amarelho y el sinfín de cotillón urbano que tanto gustan a los cariocas se toman los toldos, las marquesinas y los escasos espacios entre sílabas que quedan en las conversaciones de los cariocas que no logro traducir, pero que ameritan golpeteos en la mesa y parecieran tratar los temas más importantes y urgentes del mundo, al menos mientras dura la cerveja fría.
Brasil es el único país del mundo que creo tiene su olor propio, una mezcla de calor, humedad, fritura de frango (pollo) y toques de cebolla que se siente apenas poniendo un pie afuera del aeropuerto Tom Jobim. Ese olor proviene de las entrañas misma del país de la samba, en cuyos bares y barcinos para apuntalar algunos argumentos de grandes conversaciones de fútbol y televisión salen a la cancha unos pasteles de camarao, empadas, pasteles de queijo com cebola, fritadas de presunto ou queijo, frango á passarinho y toda la gama de salgados (fritanga que tanto amamos los chilenos).
Así, en Brasil se precisa toda la comida y la bebida del mundo –y urgente- para que no vaya a hacer interferencia ni quedar un minúsculo vacío entre la vida social y el espacio público más intenso del globo.  
Es tiempo de la copa del mundo y lo tenemos más que claro con Oscar, Magó y la Pame, pero en este lugar otros países no sirven ni menos son necesarias otras ciudades como Temuco o Roma, porque ni la copa del mundo es más fiesta que la propia fiesta que viven a diario la cariocas en sus bares y barcinos del centro, las favelas y las zonas turísticas. 

miércoles, 4 de junio de 2014

Hotel Nicolás: arquitectura de la nostalgia

Patricio Jara Tomckowiack
Arquitecto 
@PatricioJaraTom

En medio de un ajetreado y gris cúmulo de personas, bocinas de micro y rayas que garabatean a mano alzada los postes del alumbrado sobre las fachadas del centro de Temuco aparece (o más bien desaparece) el Hotel Nicolás. El edificio está parado en la esquina, sobrio, discreto y reposado, como un sicario con un daga pequeña entre los pliegues de su abrigo.  
Con sus tres estrellas no es más que una opción económica de alojamiento en el centro, pero si se le mira con detalle, ese lugar, junto a los sucuchos de papas fritas, las zapaterías de calzado plástico y las antiguas tiendas de telas, es un vestigio de buenos tiempos, una ventana al diseño que se fue, un lugar que sin lujos se mantiene elegante con una arquitectura dotada de gracia y sencillez, que no tiene la necesidad levantar la voz groseramente con juegos de agua y luces de neón.
Desconozco si por esos pasillos de piedra artesanal labrada a mano o bajo esos umbrales de fierro forjado que adornan las puertas interiores desfilaron artistas o famosos personajes. Ni tampoco sé si fueron insuperables, en la época, las tertulias con pisco Control y Free que disfrutaron nuestros conciudadanos en ese comedor de galácticos ventanales inclinados hacia la calle que conforman, con su voladizo, una de las esquinas más generosas del centro, donde los estudiantes y los ambulantes pueden capear un rato la lluvia y el sol.
De lo que sí tengo certeza es que uno vuelve con gusto en el tiempo cuando acaricia con sus ojos los pilares inclinados de su placa comercial y el acceso al edificio, un volumen en volado revestido en una pálida cerámica verde que es garantía de la placentera experiencia del hombre en el buen espacio arquitectónico, lo que sólo puede asegurar “lo hecho con conciencia y delicadeza” o, si se quiere, “lo hecho con más diseño que recursos”.
El interior del edificio evidencia el inevitable paso del tiempo y una sucesión descoordinada de esfuerzos para no distanciarse de los mínimos irrenunciables de la vanguardia. El espacio interior de hoy es un collage con recortes de la artesanía de los materiales de la obra nueva del hotel del pasado y las cerámicas hasta agotar stock de las actuales ampliaciones y enchulamientos varios.
Pese a todo el hotel conserva la dignidad, la educación y el buen gusto de lo que no pasa de moda. Porque aun estando en la penumbra del siglo XXI, las texturas, las luces y las formas de los revestimientos cerámicos, el ritmo imperfecto de los ladrillos en sus muros y las horas de piedra picada con cincel y martillo, regalan a los ojos y las manos la posibilidad de jugar y no aburrirse con el espacio, como hacían nuestros ancestros cuando todo era más lento y tanto cable no era necesario. 

martes, 27 de mayo de 2014

Lugares sorpresa


Por Patricio Jara Tomckowiack
Arquitecto

En un retazo de pasto que dejó el encuentro de dos calles, que con más dificultad que virtud quiere ser una plaza o un área verde, en el acceso a Vilcún desde Cajón, una escultura de madera de un mapuche bailando –posiblemente- el choique purrún recibe a quién llega.
El hombre y su ceremonial danza que imita el vuelo del choique usando el poncho como alas y marcando los pasos a saltos, poco a poco va abriendo la vista y el alma hacia el coloso volcán Llaima y absorbiendo nuestra carne al pueblo. 
Ese ínfimo lugar dice mucho más que el letrero de madera donde se escribe lo que ya sabemos o cualquiera nos puede informar, habla de que somos lo que queremos ser, porque lo que somos a secas no alcanza para nuestros sueños.
Por fortuna aún quedan pequeños rincones donde la sorpresa encuentra un remanso donde no llega el sol de la estandarización y la modernidad, porque ni la vida ni las ciudades son lo que deben ser ni lo que imaginamos; son catalizadores de un constante levantar de cejas. Así vivimos sorprendidos de tanto imaginar, tal como el hombre imaginario del poema de Nicanor Parra que vivía en una mansión imaginaria, rodeado de árboles imaginarios, a orillas de un río imaginario… ¡Qué grandes y exquisitas sorpresas debe haber tenido ese lugar tan lleno de realidades imaginarias!
Una tarde mirando la lluvia de Temuco en Medellín, la ciudad dorada del urbanismo, aprendí que no importa el lugar donde vivas, por más maravilloso que parezca, lo que importa es “la jugada” (en lenguaje paisa) o como muevas tus cartas en cualquier lugar.
Entonces frente a un mundo lleno de lugares que no son lo que sabemos de ellos ni lo que imaginamos ¿qué nos queda?: ¡La sorpresa! Que es la posibilidad de que una tarde cualquiera, en una esquina insignificante de un pueblo que no aparece en Google Maps en un país que limita con otro por una cordillera de 6 mil metros de altura te reciba un gigante bailando a los pies de un volcán.      

lunes, 12 de mayo de 2014

¿Quién se ha llevado el paisaje entre Temuco y Labranza?


Por Patricio Jara Tomckowiack
Arquitecto

Como es sabido no es muy buena práctica retirar personas ni objetos de una fotografía, porque dejan en el recuerdo un vacío imposible de rellenar con camionadas y metros cúbicos de otras cosas nuevas. Con el paisaje que había (o hay) entre Temuco y Labranza alguien nos hizo una gracia de tamaño calibre, porque donde antes se podían ver verdes praderas, alamedas, bosques de hualles y muy dignos galpones de madera a punto de caer, hoy pareciera no haber más que letreros y vallas carreteras.
Es realmente bueno que hoy se pueda ir a Labranza en diez minutos por la nueva carretera, pero que extraña es la sensación de no haber salido de Temuco tras finalizar esos 11 kilómetros, que, aunque insignificantes, motivaban a cualquiera a escuchar I Want To Break Free de Queen echadito para atrás y con el brazo al viento.    
Si el paisaje siempre estuvo allí y es nuestro ¿por qué se lo llevaron?  Voy hacia Labranza y no logro juntar siquiera un escueto roble, que se deja entrever tras el ritmo regular de los letreros viales, con una casita blanca y una chacra que están del otro lado de la carretera, bajo la pasarela metálica, y no puedo armar una hermosa vista que invite a relajar nuestra mente, aunque le ponga todo el romanticismo del mundo a la idea.  
No sé de rentabilidad social en las inversiones públicas pero supongo que quienes miramos el paisaje también deberíamos aparecer en alguna fórmula de costos intangibles para calcular esos asuntos. De no ser así ¡que alguien nos considere urgente, por el amor de Dios! Porque he perdido hasta mi recuerdo de ese lugar que marcaba el inicio de los paseos de infancia al Lago Budi. Las tachas amarillas, las líneas segmentadas y las flechas de viraje en la carpeta gris de hormigón no son suficientes formas y colores para hablar de un viaje.
Hace un tiempo ya que más miedo a la soledad y no imponer en las AFP me está dando la aparición de esos cartelitos que dicen: “Obras para una mejor calidad de vida”, porque a causa de esa calidad de vida ya no se me aparecen huertas, invernaderos ni una sola gallina que me sugiera vivir con mi mujer en una parcelita y cosechar nuestros propios huevos azules, tomates y una que otra lechuga.
Perseguir una mejor calidad de vida y construir más carreteras es indudablemente bueno, siempre y cuando no se lleven el paisaje, porque allí podemos soñar, lamentar nuestros errores, existir prescindiendo de la tecnología, cambiar el chip para llegar a la casa desde la pega o, simplemente, tener donde perder la mirada y lanzar una sonrisa para luego retomar la vida real, como cuando se mira una fotografía de alguien que ya no está entre nosotros.  

miércoles, 30 de abril de 2014

Un buen dato: Un salón de té en un campo de lavanda


Por Patricio Jara Tomckowiack

Uno de los mayores placeres durante un viaje es recibir un buen dato sobre un nuevo lugar para ir a visitar, contemplar y ampliar los mapas del alma y la memoria. En nuestro caso estábamos en una hostal de Valdivia y en la sobremesa un señor muy amable me dio un solemne consejo: usted quedaría muy bien (con su polola) si van a visitar el Salón de Té Casa Lavanda en Frutillar.
Quedar bien nunca está demás. Que el lugar quedara justo en nuestra ruta, bienvenido. Así que fuimos. Aunque reconozco siempre he tenido una secreta e inexplicable conexión con ese pequeño y aromático arbusto azul violeta. Más no sé nada de él pero es importante para mí. Quizá porque hay una planta en la entrada del edificio donde vivo y paso mi mano rozándola por encima cada vez que llego, o porque es uno de los dos arbustos que reconozco y eso me hace sentir como Teodoro Fernández proyectando un parque (el otro arbusto es el ciprés pero a veces dudo), o porque los abuelos las usan en los bolsillos de sus pantalones como perfume y la abuela ponía ramilletes en el closet para aromatizar la ropa, o quizá ninguna de las anteriores. No lo sé, pero esa matita pareciera seguirme por todos lados, y eso lo agradezco. 
En Frutillar, al llegar al salón de té uno se siente como un personaje de cuento perdido al interior de un cuento ajeno y es difícil no sobrecogerse con la fantasía, la magia, el aroma y el vigor que asigna al paisaje ese oro azul. Ese l’or bleu como le dicen en Francia donde abunda y embellece los paisajes de La Provenza con sus 39 especies sembradas en bastos campos que conforman el circuito turístico de la zona.  
Posada delicadamente sobre unas piernas blancas y con unas tejuelas negras blandiéndose al viento se nos presentaba lo que era un antiguo galpón convertido hoy en una casita campestre remozada y decorada al estilo francés. Sus ojos eran grandes y se abrían de par en par hacia el lago Llanquihue aprovechando la ventaja que significa estar sobre una colina. En su interior la casa también nos sedujo con una cuidada decoración y minuciosos detalles, habían ramilletes, ramos y ramitas de lavanda desde el baño a la cocina, finas porcelanas, jarrones, antigüedades y muebles con grabados y múltiples dibujos. Los pisos, muros y cielos eran blancos, y con esa ausencia de color hacían del salón un quirófano donde intervenir y curar hasta al paladar más guachaca con las sensaciones propuestas.
Afuera se lanzaban al suelo algunas gotas del lago del cielo y los turistas se hacían los selfies respectivos. Adentro, en mi mesa, una mano que no era la mía se apoderaba amorosamente de ella mientras al lado un gato gordo, peludo y colorín era dueño del salón y negaba el asiento a los comensales. Así estuvimos toda la tarde exculpando nuestros estómagos oriundos de populares picadas con el té y la limonada de lavanda, las galletitas con pétalos de flores y los pastelitos con los siete colores del arcoíris.
A pocos días de haber muerto Gabriel García Márquez, que escribía sobre unos territorios donde la fantasía y lo inverosímil convivían naturalmente con lo cotidiano y lo lógico, nosotros estábamos experimentando en carne propia ese realismo mágico allí. Esa experiencia que se busca en las drogas pero que se encuentra en el simple acto de permanecer, no hacer nada y contemplar. Porque así es un buen dato para un viajero; un lugar donde comer para luego hacer nada y esperar que la vida se manifieste en todo su esplendor durante ese click que viene después de un ligero aburrimiento o en la modorra que nos embarga al sentarnos en una banquita frágil, insignificante y solitaria con vista al paisaje exterior para ver y abrir el lugar interior de todo hombre. 

miércoles, 16 de abril de 2014

Casas Isla: Una buena lección del incendio de Valparaíso


Por Patricio Jara Tomckowiack
@PatricioJaraTom

"De qué sirve el patrimonio si no hay humanidad....", es lo que andan diciendo en las redes sociales, y a mí me dan ganas de gritar al unisono: y de qué sirven los barrios si no tienen una buena dotación de equipamiento y espacio público.

Un tecnicismo desconocido para mí o una nueva joya del “hablamiento” periodístico nacional fue la que me sorprendió gratamente al escuchar en la televisión a un periodista que hablaba sobre algunas “casas isla”, en el contexto del dramático incendio que afectó a Valparaíso; ese antiguo puerto principal y enamorado, ahora divorciado, sin plata, caído al litro, demacrado y sin putas ni amigos.
Según el relato las “casas isla” son un grupo de viviendas dispersas que milagrosamente resultaron sin daño e intactas en ese mar ardiente que sembró de hollín, escombros y pino de tercera a medio quemar los cerros afectados de la joya del pacífico. En ellas, algunos de sus propietarios en señal de agradecimiento, solidaridad y conciencia colectiva abrieron sus puertas y las dispusieron para facilitar la entrega de ayuda, la organización de los voluntarios y ofrecer algunos servicios básicos a sus vecinos. Asimismo, las áreas verdes y multicanchas están siendo utilizadas como centros de acogida, acopio y distribución de la ayuda recibida.
De esta forma las “casas isla” están siendo utilizadas como verdaderos equipamientos comunitarios y vecinales, función que idealmente podrían cumplir las tan frágiles, monofuncionales, obsoletas y poco atractivas “sedes sociales” chilenas. En este sentido la catástrofe pone en evidencia y realce la idea del urbanista español Agustín Hernández Aja[1] quién señala que los equipamientos son verdaderos faros en la monotonía de la ciudad. Y, asimismo, valida la observación de su colega y compatriota Jordi Borja [2] quién se refiere al espacio público como el lugar por donde respira la ciudad, pues es el único espacio común y flexible capaz de cambiar y adaptarse a los cambios que exige la ciudad y sus ciudadanos.      “Casas isla”, multicanchas y áreas verdes han demostrado su importancia como elementos construidos (edificios) para la trama urbana y también como lugares detonantes de la convivencia y la organización en la dimensión social de nuestro hábitat. Y ahora más como espacios para la seguridad social en el caso de estas lamentables catástrofes.
Es de esperar que del caso de Valparaíso se obtengan, a lo menos, en esta línea, dos lecciones: que  los equipamientos y el espacio público de calidad son fundamentales para los barrios, y, que principalmente en poblaciones antiguas y de conformación espontánea es necesario comprar y demoler viviendas (preocupándose de la re-ubicación de las personas y conservar sus redes sociales) para construir equipamiento comunitario y espacio público donde no lo hay, porque se necesitan urgente más y mejores faros y lugares por donde la ciudad respire y la comunidad continué organizándose y se adapte a las nuevas demandas y acontecimientos. Más aún en este país, Chile, que ya sabemos está primero en la lista de espera del acabo de mundo.    





[1] Del libro: La ciudad y los ciudadanos.
[2] Del libro: El espacio público, ciudad y ciudadanía.

sábado, 12 de abril de 2014

Historias del balón y el corazón


Por Muriel Ríos Segura

A toda polola de un “pelotero” le llega la hora de enfrentarse a lo que nuestro instinto femenino muchas veces rechaza, el ir a presenciar el talento de nuestro amorcito.
Como siempre mis expectativas son altas y como nunca antes había ido a ver una pichanga … figuraba yo esperando que pasaran por mí a lo más estilo Cote López (antes muerta que sencilla) bien arregladita con su buena manito de gato y lo primero que escucho es … “tan desabrigada?, te dará frío!” … “ah y no es cerrado?” … “ mmmmm nop, es abierto” … primer FAIL!!! Llegando al lugar de los hechos aprecio los siguientes acontecimientos… esa jaulita de hámster felices y sudados tanto dar vuelta en la ruedita efectivamente no está cubierta del frio de la tarde noche de Temuco en un día de abril y más aún… NO HAY ASIENTOS!!?!? … y ves a las niñitas, pololitas del equipo que está finalizando su juego a lo más Maura Rivera paraditas a la intemperie mirando a sus musculosos y fibrositos pololitos de unos 18 añitos.
Luego ingresa a la cancha el equipo de mi futbolista, de un rango de 30 – 45 años, ya no tan fibrocitos, habiendo entre la fauna chicos, altos, flacos, gordos … quienes empiezan a sacarse y cambiarse la ropa sin sentir el mas mínimo frio, calcetines, poleras, chuteadores … en espera de sus contrincantes que a todo esto ni siquiera conocen … pasan unos minutos y aun no se completa el equipo lo que además de un una perdida monetaria (que era lo que pensaba yo en ese momento) son preciados minutos de juego perdidos para ellos!! … finalmente comienza la cruzada y con esto las crecientes ganas de todos los machos de tener y “tocar” de la mejor manera a esa redondita, escurridiza y coquetona pelota!!! … tu amor, que por lucirse, se tupe un poco tal vez por quedar en evidencia de aquella complicidad con la susodicha, logra al parecer relajarse y hace unos lindos goles dedicados a ti, con una sonrisita de felicidad y plenitud nunca antes por mi vista.
Me llaman la atención otras tantas situaciones como por ejemplo … el capitán del equipo grita y alienta a cada uno de sus jugadores, llamándolos por su nombre lo que al parecer surge un efecto positivo y además aporta y cultiva el don de responder a órdenes de los machos alfas, que felices siguen sus instrucciones … también renace aquella lesión del jugador del equipo contrincante justo cuando ya la derrota es irreversible … que fue la mejor opción quedarme paradita mirando de afuera y no en aquella esquina donde me aseguraron no llegaría la pelota (llegó 3 veces, las conté) eso se logra con la experiencia de que la mala suerte si existe!! … Verte enfrentada a la situación de que la tan añorada pelotita se arranca de la cancha y pasa tan altiva y creída por mi lado y pensar, qué hago? Tomarla y arrojarla con la mano con la gracia femenina y que llegue apenas un metro delante de ti?! Ni pensar en un punta pie que seguro si logro achuntarle se va pa’l lado que no es, por todo esto mejor no hacerse la amable y ni tocar tan inmaculado objeto, dejando que uno de los nobles caballeros la rescate.
Ya pasada según yo la hora, me pregunto y esto cuándo para?! Alguno estará acaso pendiente de qué hora es?! Y justo cuando la hipotermia se estaba apoderando de mi pobre body y el auto de mi amor era la opción más tentadora (quedando como poco aperrá), baja del cielo un señor con un silbato y san se acabó!! El equipo de mi macho que por supuesto fue el ganador (gracias a Dios o quedaba una como Yeta), sale feliz y triunfador, despidiéndose amablemente del equipo rival, retirándose a sus hogares, o bien los más loquillos, al tan famoso 3er tiempo, donde consumen todas las calorías recién quemadas, comentan sus jugadas y entre otras cosas conversan sin tener nada que envidiar a Carrie Bradshaw y sus amigas en un bar de NY!!!

jueves, 10 de abril de 2014

Espacios residuales en los supermercados


Por Patricio Jara Tomckowiack

Entre niños que juegan suspicaces con una pelota cuya cancha va desde la fila de las cajas a la carnicería y la disimulada preocupación del hombre del alto parlantes que no haya forma de hacer regresar al pasillo 17 al encargado de librería, aparecen sorpresivamente y sin conexión una serie de rincones o espacios residuales donde la vida profunda fluye y encuentra su lugar en los supermercados.
Son lugares de importancia tangencial, lugarcitos apenas, o quizá solo espacios de tiempo inmedibles que no puedes ver ni encontrar a simple vista porque son ellos los que te encuentran a ti paveando entre los quehaceres diarios, como lo hacen las burbujas de jabón cuando cruzas apurado la Plaza de Armas de Temuco. 
Estos espacios residuales florecen de la nada como callampas entre los ofertones de ayer y de hoy, los carteles multicolores del cielo que anuncian el milagro del Quick a $990, las piernas de jamón que te miran y ese queso gigante que nunca comprará.
Allí, según se puede oír en conversaciones ajenas o vivir en carne propia, sin explicación científica, de golpe y porrazo se experimenta una mística desconexión con el elevado precio de los limones o con la promoción lleve 3 y pague 2 paquetes de tallarines y se comienza hablar y reflexionar sobre asuntos profundos como: la pubertad del hijo, el tipo de parto a escoger, las cosas que nos faltan por vivir, el pueblo donde irse a vivir cuando viejos, que el matrimonio ¿cuándo?, que uno no es nada sin dos, que eso de la media naranja no existe, que sí, que el regalo de la madre, que la salud del padre, en fin.
La esencia profunda de muchas vidas se cruzan dando vuelta a las góndolas o a toda velocidad en la recta de los congelados, mientras dos enamorados buscan excusas gastronómicas para pasar un viernes en la noche en la cama y los carros pasan lentos como caballos viejos cargados de puntos néctar por acumular.
El señor del aseo trapea por los pasillos los restos de las infidelidades, las colillas de los secretos que no debían contarse, las migajas que se desprendieron de los sueños y los despuntes de las  verdades y mentiras que nos decimos. 
Los espacios residuales de los supermercados están cargados de polvo de estrellas y el vacío que dejan las emociones humanas profundas cuando ya han sido vividas, cuando ya son pasado.    
En el ambiente suena suave la pista “caribe” del teclado de ese señor de manos veloces que nos persigue desde la infancia en el Multimarket de Torremolinos y que más temprano que tarde nos va a dar caza en algún pedido de fin de mes o una simple compra del pan. Todo esto me hace sospechar que ni los gerentes, ni los arquitectos ni los encargados de secciones de los supermercados saben, o intuyen siquiera, que existe una secreta y compleja confabulación entre el locutor de ofertas y el señor del piano para generar las pausas y los silencios en ese pentagrama de góndolas y congeladores donde se abren esas ventanas a la vida profunda en los espacios residuales de los supermercados.

viernes, 4 de abril de 2014

Los terremotos y nuestra fragilidad

Por Patricio Jara Tomckowiack
@PatricioJaraTom

Los chilenos sabemos que un día cualquiera una persona cualquiera nos dirá ¡Terremoto! Y que la cosa se vendrá fea y al otro día nada será lo mismo. Quizá por eso somos un pueblo un poco triste.
¿Dónde y cuánto fue? preguntamos con urgencia para echar a correr nuestras tembleques neuronas y empezar a tejer el entramado que mezcla el lugar, sus alrededores y algún familiar, conocido o turista que sepamos se encuentra cerca del epicentro. Y cuando encontramos a ese alguien se nos viene a la cabeza una masa amorfa de escombros, madera, mucho lodo y un tipo con la bandera chilena desgarrada colgando.
De inmediato el miedo, el dolor y la compasión (grado 10 en la escala de las emociones humanas básicas) se apoderan de nosotros. Y a los pocos minutos, al menos en mi caso, la racionalidad toma el mando e instala la idea de la fragilidad de las ciudades, los hombres y las cosas: ¡no somos nada!…y todo eso.
La bella ciudad de Iquique, el Miami nacional, destino paradisíaco de 4 días y 3 noches, en unas horas puede ser una gran playa del infierno. El winner chileno, superior y autosuficiente, deja de lado su ego y ateísmo y reza a cuanto santo encuentra disponible en la oscuridad del dormitorio tomado del marco de la puerta. Y las cosas, esas que dan sentido a nuestros sueldos y paseos de fines de semana, caen al suelo y se rompen con el primer movimiento.
Asimismo, la ciudad y sus habitantes nos van enseñando mucho en esos momentos de tragedia. Podemos evaluar la efectividad de las zonas seguras, vías de evacuación y sistemas de alarmas que se disponen para qué –por diosito santo- no nos alcancen los insensibles brazos del mar ni nos trague esta tierra estrecha e ínfima, pero hambrienta que alguien llamó Chile. Y también aprendemos que es lo importante para la gente cuando la vemos correr cerro arriba con sus TV de plasma o entrar en los almacenes para adquirirlas en 0 cuotas y 0 interés. Y por si fuera poco, entre tanta tole-tole y vieja corriendo, como si no nos gustará poquito la tontera, nuestros compatriotas dejan una estela del mejor “hablamiento” nacional: “manden más zafradas”, “la tierra se tiró a abrir”, “el marepoto”, “el tusunami”, etc.
La topografía de Iquique es plana y la zona segura ante tsunamis está en Alto Hospicio, una ciudad en el cerro de 100 mil habitantes que es casi la mitad de esa “tierra de campeones”. Y para este terremoto la única ruta que une ambas ciudades colapsó durante la evacuación con la congestión vehicular. Para mí esto es la fragilidad de una ciudad. 
Y así, nos sentimos tan frágiles y vulnerables en ese minuto y medio de infierno, un poco menos las horas siguientes y al otro día cuando el sol alumbra se nos viene ese Don Francisco que todos llevamos dentro y la cosa es #LEVANTATEIQUIQUE o #FUERZACHILE. Y como la necesidad tiene cara de hereje y no nos sirve vivir o trabajar en la punta del cerro, en la “zona segura”, volvemos a levantar nuestras casas y negocios en las áreas de riesgo de tsunami y derrumbre y a vivir en los bellos edificios con vista al mar.
Somos frágiles y lo sabemos pero como dice la canción “mejor no hablar de ciertas cosas”, para que podamos vivir tranquilos en este suelo prestado, en esta copia feliz del edén bañada por ese tranquilo mar del Pacífico y en estas ciudades sin futuro asegurado, al menos un ratito más hasta que la tierra diga basta. Porque para vivir en Chile es imprescindible saber “hacerse el huevón” y entender la vida como el iquiqueño entrevistado en el campamento de damnificados que, encogido de hombros, declaró: “así nomás es la cosa poh”.  

jueves, 27 de marzo de 2014

Pasillos clínicos


Por Patricio Jara Tomckowiack
@PatricioJaraTom

Sin ser ella, necesariamente, se huele su perfume negro en los pasillos y suena su silencio en notas menores, apenas entrando y saliendo, por el hilo de oscuridad que sudan los marcos cuando copulan con las puertas de los box de atención médica en clínicas y hospitales.
Los pasillos de ese lugar tienen nombres malditos grabados en el aire, como los anuncios publicitarios de una carretera congestionada de cuerpos cansados, que van trasladando todas las emociones humanas en blancos sobres cerrados. 
Pero, tras las desanimadas espaldas de quienes esperan no seguir allí esperando, nunca más, porque no pueden evitar reír, llorar, hacer diagnósticos macabros y cranear sahumerios desesperados a mil revoluciones por minuto, una masa luminosa asoma con su aliento húmedo sobre el indeseado trajín del pasillo. Es el jardín interior de la clínica que viene con algo entre ramas, que viene a ofrecer y dar un regalo, no como casi todo el mundo que solo quiere quitarte algo durante el pesado día de trabajo, y ni hablar en ese mismo lugar.
Ese interior ajardinado hace el contrapunto entre lo artificial, las drogas, el miedo y lo incomprensiblemente finito que han decretado que somos tú y yo, los facultativos desde sus cuarteles. Y empuja la esperanza, lo natural y lo eterno hacia el corral de matadero que serían los pasillos clínicos en la ausencia de esos sueltos y enclenques brazos verdes.
Escribir sobre una clínica o un hospital es un poco incómodo y hasta innecesario, pero el jardín de ese lugar me dicta, al reverso de una boleta de supermercado, que no son la enfermedad y la muerte las que transitan por los pasillos clínicos sino que es uno quien las pone delante cuando no mira más que puertas cerradas y pavimentos demasiado pulcros y regulares.
Desde los jardines del caribe colombiano Gabriel García Márquez dice que “no hay medicina que cure lo que no cura la felicidad”. Pensar en eso le hace a uno agradecer que atrás haya un verdadero jardín y no una simplona jardinera con tres lechugas locas, y, que afuera haya un mundo y un mañana, y no solo éstas dos paredes largas que se apoderan del ahora. 

martes, 18 de marzo de 2014

Tercer puente entre Temuco y Padre Las Casas


Por Patricio Jara Tomckowiack
@PatricioJaraTom

¿Y si en vez de un tercer puente sobre el río Cautín construimos una pausa en el tiempo y el paisaje, algo así como un muelle donde mirarnos a los ojos y decir en silencio: te amo?
Un puente es un lugar para sortear una barrera natural entre dos puntos, “A” y “B” que se comunican a través de “C”. Pero contra toda lógica vial y tecnocrática en la conurbación[1] Temuco-Padre Las Casas el lugar requerido pareciera ser “C”. Sí, últimamente locos, suicidas y enamorados (que son la misma especie) se han instalado y reclamado a gritos, con lienzos y pancartas ese espacio de tránsito sobre el río, ese no-lugar, ese tramo de asfalto monofuncional donde uno (que es el cuerdo) no advierte el paisaje, cambia la radio del auto o se aturde con el wassap, ese lugar entre dos territorios por donde se debe ir para “hacer rápidamente” y volver para “no-hacer, por fin”.
Los ciudadanos son la sangre y el motor de ese organismo vivo que es la ciudad, si ellos carecen de lugares donde dejar fluir sus afectos y vivir la vida misma el cuerpo se enferma y muere. Así, la ciudad no tiene mucho sentido, pues ella es el lugar por excelencia para relacionarnos y estar con otros. Entonces ¿por qué no hacemos más parques con plazas, anfiteatros y lagunas (Isla Cautín en Temuco y Parque Las Rocas en P.L.C.), donde colgar sin costo, sonoros y flameantes lienzos de los labios de la persona que se ama?
La gratuidad que ofrece el espacio público es fundamental para evitar llegar a extremos como escribir y colgar un lienzo anunciando: Tatiana te amo (por eso me mato). Pues el sueldo mínimo no da para hacerla sentir a ella la princesa que es y llevarla a un hotel boutique de Pucón y a los lugares “más románticos” de avenida Alemania. El arquitecto Alejandro Aravena señala acertadamente que la ciudad es una atajo para lograr la equidad social.  
Entonces, en el contexto de tercer puente ¿y si en vez de autos pensamos en los hombres y mujeres de a pie, en los seres humanos que necesitan una infraestructura básica que facilite echar a correr sus emociones a 120 km/h?
¿Y si en vez de hacer cuatro pistas vehiculares en una ciudad tan pequeña como la nuestra me dejan tal como estaba la banquita bajo los árboles del bandejón central de avenida Francisco Salazar donde me juntaba con mi amigo del barrio de enfrente a fumar un último cigarro y a especular quién podríamos ser hoy? O quizá, ¿si en vez de ponerme a correr por la autopista de avenida Javiera Carrera me ponen a trotar allí para bajar la ponchera, como era antes, y recordar como era un avellano al lado de un abedul?
Si un domingo agarramos a la vieja o al viejo y vamos a caminar por el barrio donde nos criamos veremos lo cambiado que está, si aún existe. Históricamente ésto ha sido así y lo será, pues las ciudades se van construyendo por capas. Pasan los años, las generaciones y crece una nueva ciudad, adecuada a las nuevas necesidades de los tiempos, sobre la tumba de la ciudad donde viviste. Pero lo que nunca pasa es un loco anunciando su amor o su arrepentimiento con un lienzo en un puente.
Quizá más que un puente ultra moderno, atirantado y de alta velocidad sea más urgente una infraestructura que haga la ciudad más simple, lenta y gentil, donde la comodidad y la belleza del espacio público haga que nos fluya y cueste menos mirarnos a los ojos y decirnos: te amo, me mato o cualquier cosa que deseemos o sintamos, que a fin de cuentas es nuestra mejor obra posible.





[1] Concepto del urbanismo que se refiere a dos ciudades crecen tanto que se llegan a juntar (Concepción-Talcahuano, Viña del Mar-Valparaíso, La Serena-Coquimbo, etc.).

martes, 11 de marzo de 2014

Cheuque, el lugar de un hombre


Por Patricio Jara Tomckowiack
@PatricioJaraTom

“Todo el suelo tiene dueño, si cada cuarta en la tierra tiene su pedazo de cielo”, dice Quelentaro, con su voz apellinada, para hablarnos de la puebla del campo chileno, ese terrenito cultivable donde uno le pone su mujer, sus hijos, su cariño, un arado, una yunta de bueyes…[1].  
Una vivienda es un simple objeto material pero puede llegar a ser un hogar, cuando uno deposita en ese contenedor su tiempo, su cariño y lo querido. El hogar es ese lugar único en el mundo que se siente propio, donde tienes tus raíces y ocurrirá lo mejor que estás por vivir, esas cuatro paredes que sientes como patrimonio suficiente para pasar tranquilo por esta vida. Todas las vidas de un hombre y su familia pueden ser vividas en 50 metros cuadrados, sin más. Esta transformación de objeto inanimado en hogar-tu-lugar-en-el-mundo es uno de los milagros de la arquitectura.
Pero ayer se amplió mi espectro y casi dejé de creer en esto, porque vi con mis propios ojos debajo del agua que es ser parte de un lugar. Y sospecho a priori que es mucho más profundo y trascendente cuando una persona siente que su hogar es su aldea, su barrio, un lugar cualquiera, pero más amplio que lo que decretan las manos del carpintero y su ayudante.
Hoy siento la más profunda admiración por quienes entre los quehaceres cotidianos que dan vueltas en su cabeza tienen la necesidad de regar el arbusto de nuestra plaza frente a su casa, salvar vidas de turistas en el mar porque simplemente se está siempre allí, pintar de blanco la piedra de la esquina que referencia nuestro pasaje en la población, amarrar con una cámara de bicicleta la fuga del estanque de agua que abastece todo el caserío. Porque quién piensa y quiere lo mejor para uno, más allá de su propia piel, de la de su familia, de las tablas podridas de su casa, es alguien que nos abre los ojos y nos regala una maravillosa verdad; el mundo es uno, un todo, todos somos el mundo. Y hoy esto es oro puro que hace menos miserable nuestras vidas, o al menos la mía.  
El lugar donde vivimos no es solo paisaje, accidente o mera distracción para el ojo, podrías quererlo y cuidarlo más, porque es tu lugar de acción, el campo de juego de tu vida, donde nacen, viven, mueren y se hacen eternas las cosas, los recuerdos y las personas que dan sentido nuestro paso el este mundo. Es muy distinto vivir en un lugar que vivir a ese lugar, que vivirlo, es decir, ponerle cariño y darle algo de lo más sagrado que tenemos; nuestro tiempo. Así empieza la atracción entre el hombre y su lugar en la tierra, esa energía indescriptible que lo hace ir y volver, permanecer, nacer y quedarse para siempre allí hasta transformarse en él.
Amar y ser de un lugar te hace eterno en él, especialmente cuando nuestra alwe (alma) requiere los servicios de transporte del balsero de la muerte para viajar hacia la lejana región de occidente[2]. Pienso en el caso de Pablo Neruda en Isla Negra o en el de Nelson Mandela que descansa en una pequeña colina de su finca en la aldea de Qunu, en Sudáfrica, donde pasó su infancia y lugar al que siempre consideró su hogar[3].
Esta es la historia de un hombre sencillo, sin premio Nobel, que de casualidad me enseñó una gran lección sobre lo que implica trascender en la tierra y en el corazón y, también, me dio una cátedra de arquitectura sobre el significado del concepto, algo viciado, de "lugar", del que como arquitecto ignorantemente tantas veces hablé. Ese hombre, desde ahora y hasta el día en que se sequen los mares, chapotea con sus hijos y después lo hará con sus nietos y bisnietos en el pequeño balneario de Cheuque, el lugar que el siempre fue y será. 





[1] La puebla, canción del grupo angolino Quelentaro.
[2] Tránsito de la vida a la muerte para la cultura mapuche.
[3] Para su funeral las autoridades sudafricanas solicitaron a los líderes mundiales abstenerse de asistir porque el lugar no daría abasto para recibir tanta gente.

martes, 4 de marzo de 2014

El espíritu dueño del cerro Ñielol


Por Patricio Jara Tomckowiack
@PatricioJaraTom

Tenía unos 16 años cuando descubrí que comer era algo tan fantástico como hacer un gol de chilenita jugando a la pelota en la calle con mis amigos. Ese día aparecieron mis padres con una jugosa invitación: ir al tenedor libre del hotel Terraverde. A mi hermana y a mí, dos quiltros de raza, la idea de ir a comer ilimitadamente cosas que nunca comerías en tu casa y más encima en un lugar que habías visto por la tele nos pareció simplemente genial.
Eran cerca de las ocho cuando entramos al lobby del hotel, era un lugar grande y daba la sensación de ser profundo, el piso brillaba como cuando mi mamá pasaba el chancho eléctrico en la casa, los sillones se veían amplios y cómodos como los de una casa piloto, posiblemente un piano ablandecía el ambiente. Así nos fuimos desplazando, sigilosos, hasta llegar al gran salón comedor con esa fingida calma del que no quiere romper nada por miedo a tener que reponerlo. El comedor estaba en penumbra y no había tanta gente, el lugar era ideal para planificar un robo, un crimen, devolver un favor político, escribir una columna, pedir matrimonios o divorcios y, por supuesto, hacer trabajar las mandíbulas.
En los costados había grandes manteles blancos que flotaban haciendo una ofrenda culinaria a los dioses que esa noche éramos nosotros por tan solo $9.990.- Estaba todo el alimento del mundo allí disponible para iniciarme en las artes fundamentales de las colitas de camarón, la centolla, el arroz decorado con tomates con forma de flores (eso no se come), el fetuccini alfredo, los ravioles con salsa a la boloñesa, las papas grillé en fuentes de plata heredadas de vaya a saber uno que monarquía europea. Y qué decir del mesón de los postres, esa infinita bandeja de oro y diamantes diciéndote: Te quieres casar conmigo. Sería mi última cena, el último deseo de un condenado a sandwiches al paso, a sí que esa noche hice lo que todo hombre debe hacer: comí, comí y comí… y seguí comiendo, hasta encontrar mi bandera de lucha y reventar mi pelota de fútbol con un tenedor en esa cancha de sabores.  
Años después allí recibí mi cartón de arquitecto pero esa es otra historia. Son varios los recuerdos y pecados felices que tengo a los pies de ese cerro.
Casualmente este fin de semana volví a pasar por fuera de ese coliseo de mis antiguas glorias, el ex hotel Terraverde, el ahora viejo y anónimo hotel abandonado que junto con otros edificios del sector conforman una especie de limbo urbano o zona muerta entre la ciudad y el cerro Ñielol.
Bajo un cielo de yeso que se cae a pedazos, en el acceso al hotel queda un vestigio de aquel pasado glorioso, de aquella inauguración rimbombante de páginas sociales de El Austral de Temuco, una placa de mármol que dice: Oyarzun & Urzúa Arquitectos, 1995. 
Invadido por la nostalgia me detengo a ver más allá del lujo y los placeres de antaño y logro distinguir un buen ejemplo de arquitectura local; un edificio respetuoso y abierto hacia el cerro, de formas sugerentes y quebradas como la topografía del macizo nativo, con fuertes pendientes para conducir la lluvia sin problemas, con pavimentos de hormigón estampado bien ejecutados y geométricamente articulados, zócalos y patios ingleses para iluminar pisos subterráneos y dar una altura sutil al acceso del edificio que lo engrandece y diluye su relación con el suelo.
Pero su abandono me entristece como arquitecto y como “buen comedor”. Veo su piel en los huesos, su pintura corrida como rímel después de la traición, sus cortinas quemadas por el sol y a medio abrir por últimos pasajeros fantasmas, vidrios quebrados, grafitis que no dicen nada, ramas secas de muerto olvidado en los grandes balcones donde se tomaba el café de la mañana con aroma a cerro.
Sigo recorriendo el borde del Ñielol y me doy cuenta que no es sólo el hotel sino una buena parte de la ciudad la que ha fracasado a sus pies: la piscina Ñielol, la antigua ratonera del Liceo Pablo Neruda, la Universidad Técnica del Estado, la avenida Balmaceda que nunca ha sido el parque que merece ser, las casas patrimoniales que se queman y no lucen. ¿Qué carajos pasa a los pies del cerro Ñielol? 
Solo una jardinera del antiguo hotel Terraverde, paradójicamente, conserva una planta de color verde y ésta parece ser una bandera de la naturaleza que se ha tomado el edificio ¿Quién puede asegurar que esa planta no es la manifestación del Ñen-Winkul que significa el Espíritu Dueño del Cerro en mapudungun.
Mi amigo Felipe Ortega, biólogo huinka, me enseñó que para la cultura mapuche todo en la naturaleza tiene un espíritu o dueño llamado Ngen. Lo tienen los cerros, los animales, los árboles, el agua, las piedras, todo en la tierra. El Ngen es a quién las machis piden permiso para entrar en un menoko (humedal) a sacar plantas medicinales, también es a quién los peñis piden permiso en un Lemu (bosque) para entrar a recoger una rama seca para hacer fuego. 
Los expertos urbanistas dicen que la ciudad se niega al cerro (y al rio Cautín), pero nosotros sabemos que es al revés, que es el espíritu dueño del cerro el que empuja hacia el sur.

lunes, 24 de febrero de 2014

Rocío Resort, un camping All Inclusive



Por Paticio Jara Tomckowiack
@PatricioJaraTom

Mario Benedetti nos dice que es conveniente y hasta imprescindible tener a mano una mujer desnuda y en lo oscuro, que otorgue cierta claridad a la habitación y nos socorra en caso de repentinas soledades y nostalgias[1]. Esto es muy importante, pero adicionalmente a ese kit básico de sobrevivencia para la vida cotidiana yo quisiera agregar que, junto con lo anterior, nunca está de más llevar consigo algún pedazo de trapo o tela para colgar cuando vamos a un Resort.
A la vuelta de la esquina de Temuco está el camping Rocío Los Boldos en el río Quepe. Rocío Resort le llamábamos a ese lugar con los amigos de la población cuando íbamos a acampar allí en las épocas felices del liceo. Esas vacaciones sí que eran All Inclusive (todo incluido), como en todo buen Resort, porque llevábamos las condorito[2], las cámaras de tractor, las mantas, las ollas, las damajuanas, en fin, todo lo necesario para ser feliz y estar “bien abastecidos” un par de días. ¡Y vaya que lo hacíamos!
Llegábamos allá en la Chevrolet Luv blanca con cúpula del papá de un amigo y ese momento era para mí la gloria, la llegada, esa maravillosa sensación de buscar, fundar y crear un lugar para que sea tu hogar por un par días. Buscar la mejor sombra donde poner tu carpa porque sabías que el vino blanco con yupi al otro día te daría vuelta la cara. Que espectacular era organizar y emplazar todas las carpas apuntando hacia el fogón y hacia esa mesa de cuatro palos y un choco[3] que conforman ese espacio sagrado destinado a estar, cocina y comedor, escenario perfecto para la amistad y la vida. Creo que alguna vez hicimos leña de la mesa. Creo allí yo me hacía arquitecto. 
Otra de las mejores experiencias de acampar era ese momento cuando das tres pasos y estás en la carpa para buscar un chaleco, y luego das otros tres y ya estás de vuelta compartiendo en el fuego, jugando a muerte una partida de carioca, tocando a Silvio y a Los Enanitos, contando historias nuevas y otras repetidas. Esa proximidad de todo lo necesario para la vida (que no son más que tres piedritas como nos dice Pepe Mujica) es lo que me bastaba para pasar un verano de lujo en aquel Resort.  
El camping Rocío Los Boldos tiene tres particularidades que lo hacen la joya que es. Lo primero, el remanso del rio Quepe donde se hace una pequeña playita de arena para echarse a “lagartijear”, luego de lanzarnos en épicas navegaciones en la cámara de tractor en ese tramo del río sin corriente. Lo segundo, es el muro verde de nalcas, chilcos y otras hierbas que junto con una vertiente que da música al ambiente, confinan el otro lado del río dándole una interioridad y un cobijo al lugar, y un pequeño eco que favorece el maravilloso acto de escuchar conversaciones ajenas. Y en tercer lugar, eso que le permite al camping ladrarle “quiltramente” y sin miedo a los mejores Resorts caribeños, un tupido bosque de boldos que protege y perfuma todo el predio haciéndote sentir que la mirada te sobra, que eres el espacio vacío en el interior de un guatero de semillas.
Estas tres singularidades (o más bien tres estrellas) son las que dan el toque All Inclusive al Rocío Resort de Los Boldos en el río Quepe, porque allí tienes todo lo que necesitas e incluso cosas que te sobran como los ojos. Solo una cosa falta en ese paraíso y que yo recomiendo sentir como una obligación llevar consigo, se trata de algún trapo o pedazo de tela para colgar y tensar entre los boldos como una bandera de esa nación itinerante, para señalar tu lugar en ese territorio (en tu recuerdo), fijar tus colores en el paisaje y conquistar tu sitio en el camping como se debe hacer con los lugares importantes, aunque sea solo por unos días y esto no importe a nadie.

Una tela al viento dándose un baño en el aroma de los boldos se deja dibujar en sus espaldas un invisible mapa regreso.




[1] Del poema: Una mujer desnuda y en lo oscuro.
[2] Hawaianas o sandalias.
[3] Pedazo de madera multiuso en el mundo rural chileno.