Por Patricio Jara Tomckowiack
@PatricioJaraTom
Tenía unos 16 años cuando descubrí que comer era algo tan fantástico
como hacer un gol de chilenita jugando a la pelota en la calle con mis amigos. Ese día
aparecieron mis padres con una jugosa invitación: ir al tenedor libre del hotel
Terraverde. A mi hermana y a mí, dos quiltros de raza, la idea de ir a comer ilimitadamente
cosas que nunca comerías en tu casa y más encima en un lugar que habías visto
por la tele nos pareció simplemente genial.
Eran cerca de las ocho cuando entramos al lobby del hotel, era un lugar grande y daba la sensación de ser profundo, el piso brillaba como
cuando mi mamá pasaba el chancho eléctrico en la casa, los sillones se veían amplios
y cómodos como los de una casa piloto, posiblemente un piano ablandecía el
ambiente. Así nos fuimos desplazando, sigilosos, hasta llegar al gran salón
comedor con esa fingida calma del que no quiere romper nada por miedo a tener
que reponerlo. El comedor estaba en penumbra y no había tanta gente, el lugar era ideal para
planificar un robo, un crimen, devolver un favor político, escribir una columna, pedir matrimonios o divorcios y, por supuesto, hacer trabajar las mandíbulas.
En los costados había grandes manteles blancos que flotaban
haciendo una ofrenda culinaria a los dioses que esa noche éramos nosotros por
tan solo $9.990.- Estaba todo el alimento del mundo allí disponible para iniciarme
en las artes fundamentales de las colitas de camarón, la centolla, el arroz decorado con
tomates con forma de flores (eso no se come), el fetuccini alfredo, los
ravioles con salsa a la boloñesa, las papas grillé en fuentes de plata heredadas
de vaya a saber uno que monarquía europea. Y qué decir del mesón de los postres,
esa infinita bandeja de oro y diamantes diciéndote: Te quieres casar conmigo. Sería mi última cena, el último deseo de un condenado a sandwiches al paso, a sí
que esa noche hice lo que todo hombre debe hacer: comí, comí y comí… y seguí
comiendo, hasta encontrar mi bandera de lucha y reventar mi pelota de fútbol con
un tenedor en esa cancha de sabores.
Años después allí recibí mi cartón de arquitecto pero esa es
otra historia. Son varios los recuerdos y pecados felices que tengo a los pies
de ese cerro.
Casualmente este fin de semana volví a pasar por fuera de
ese coliseo de mis antiguas glorias, el ex hotel Terraverde, el ahora viejo y
anónimo hotel abandonado que junto con otros edificios del sector conforman una
especie de limbo urbano o zona muerta entre la ciudad y el cerro Ñielol.
Bajo un cielo de yeso que se cae a pedazos, en el acceso al
hotel queda un vestigio de aquel pasado glorioso, de aquella inauguración rimbombante
de páginas sociales de El Austral de Temuco, una placa de mármol que dice:
Oyarzun & Urzúa Arquitectos, 1995.
Invadido por la nostalgia me detengo a
ver más allá del lujo y los placeres de antaño y logro distinguir un buen ejemplo de arquitectura local; un edificio respetuoso y abierto hacia
el cerro, de formas sugerentes y quebradas como la topografía del macizo nativo,
con fuertes pendientes para conducir la lluvia sin problemas, con pavimentos de
hormigón estampado bien ejecutados y geométricamente articulados, zócalos y
patios ingleses para iluminar pisos subterráneos y dar una altura sutil al acceso
del edificio que lo engrandece y diluye su relación con el suelo.
Pero su abandono me entristece como arquitecto y como “buen
comedor”. Veo su piel en los huesos, su pintura corrida como rímel después de la
traición, sus cortinas quemadas por el sol y a medio abrir por últimos pasajeros fantasmas,
vidrios quebrados, grafitis que no dicen nada, ramas secas de muerto olvidado
en los grandes balcones donde se tomaba el café de la mañana con aroma a cerro.
Sigo recorriendo el borde del Ñielol y me doy cuenta que no es
sólo el hotel sino una buena parte de la ciudad la que ha fracasado a sus pies:
la piscina Ñielol, la antigua ratonera del Liceo Pablo Neruda, la Universidad Técnica del Estado, la avenida Balmaceda que nunca ha sido el parque
que merece ser, las casas patrimoniales que se queman y no lucen. ¿Qué carajos pasa a
los pies del cerro Ñielol?
Solo una jardinera del antiguo hotel Terraverde,
paradójicamente, conserva una planta de color verde y ésta parece ser una bandera
de la naturaleza que se ha tomado el edificio ¿Quién puede asegurar que esa
planta no es la manifestación del Ñen-Winkul
que significa el Espíritu Dueño del Cerro en mapudungun.
Mi amigo Felipe Ortega, biólogo huinka, me enseñó que para la cultura mapuche todo en la
naturaleza tiene un espíritu o dueño llamado Ngen. Lo tienen los cerros, los animales, los árboles, el agua, las
piedras, todo en la tierra. El Ngen es
a quién las machis piden permiso para
entrar en un menoko (humedal) a sacar
plantas medicinales, también es a quién los peñis
piden permiso en un Lemu (bosque)
para entrar a recoger una rama seca para hacer fuego.
Los expertos urbanistas dicen que la ciudad se niega al cerro (y al rio Cautín), pero nosotros sabemos que es al revés, que es el espíritu dueño del cerro el que empuja hacia el sur.