jueves, 27 de marzo de 2014

Pasillos clínicos


Por Patricio Jara Tomckowiack
@PatricioJaraTom

Sin ser ella, necesariamente, se huele su perfume negro en los pasillos y suena su silencio en notas menores, apenas entrando y saliendo, por el hilo de oscuridad que sudan los marcos cuando copulan con las puertas de los box de atención médica en clínicas y hospitales.
Los pasillos de ese lugar tienen nombres malditos grabados en el aire, como los anuncios publicitarios de una carretera congestionada de cuerpos cansados, que van trasladando todas las emociones humanas en blancos sobres cerrados. 
Pero, tras las desanimadas espaldas de quienes esperan no seguir allí esperando, nunca más, porque no pueden evitar reír, llorar, hacer diagnósticos macabros y cranear sahumerios desesperados a mil revoluciones por minuto, una masa luminosa asoma con su aliento húmedo sobre el indeseado trajín del pasillo. Es el jardín interior de la clínica que viene con algo entre ramas, que viene a ofrecer y dar un regalo, no como casi todo el mundo que solo quiere quitarte algo durante el pesado día de trabajo, y ni hablar en ese mismo lugar.
Ese interior ajardinado hace el contrapunto entre lo artificial, las drogas, el miedo y lo incomprensiblemente finito que han decretado que somos tú y yo, los facultativos desde sus cuarteles. Y empuja la esperanza, lo natural y lo eterno hacia el corral de matadero que serían los pasillos clínicos en la ausencia de esos sueltos y enclenques brazos verdes.
Escribir sobre una clínica o un hospital es un poco incómodo y hasta innecesario, pero el jardín de ese lugar me dicta, al reverso de una boleta de supermercado, que no son la enfermedad y la muerte las que transitan por los pasillos clínicos sino que es uno quien las pone delante cuando no mira más que puertas cerradas y pavimentos demasiado pulcros y regulares.
Desde los jardines del caribe colombiano Gabriel García Márquez dice que “no hay medicina que cure lo que no cura la felicidad”. Pensar en eso le hace a uno agradecer que atrás haya un verdadero jardín y no una simplona jardinera con tres lechugas locas, y, que afuera haya un mundo y un mañana, y no solo éstas dos paredes largas que se apoderan del ahora. 

martes, 18 de marzo de 2014

Tercer puente entre Temuco y Padre Las Casas


Por Patricio Jara Tomckowiack
@PatricioJaraTom

¿Y si en vez de un tercer puente sobre el río Cautín construimos una pausa en el tiempo y el paisaje, algo así como un muelle donde mirarnos a los ojos y decir en silencio: te amo?
Un puente es un lugar para sortear una barrera natural entre dos puntos, “A” y “B” que se comunican a través de “C”. Pero contra toda lógica vial y tecnocrática en la conurbación[1] Temuco-Padre Las Casas el lugar requerido pareciera ser “C”. Sí, últimamente locos, suicidas y enamorados (que son la misma especie) se han instalado y reclamado a gritos, con lienzos y pancartas ese espacio de tránsito sobre el río, ese no-lugar, ese tramo de asfalto monofuncional donde uno (que es el cuerdo) no advierte el paisaje, cambia la radio del auto o se aturde con el wassap, ese lugar entre dos territorios por donde se debe ir para “hacer rápidamente” y volver para “no-hacer, por fin”.
Los ciudadanos son la sangre y el motor de ese organismo vivo que es la ciudad, si ellos carecen de lugares donde dejar fluir sus afectos y vivir la vida misma el cuerpo se enferma y muere. Así, la ciudad no tiene mucho sentido, pues ella es el lugar por excelencia para relacionarnos y estar con otros. Entonces ¿por qué no hacemos más parques con plazas, anfiteatros y lagunas (Isla Cautín en Temuco y Parque Las Rocas en P.L.C.), donde colgar sin costo, sonoros y flameantes lienzos de los labios de la persona que se ama?
La gratuidad que ofrece el espacio público es fundamental para evitar llegar a extremos como escribir y colgar un lienzo anunciando: Tatiana te amo (por eso me mato). Pues el sueldo mínimo no da para hacerla sentir a ella la princesa que es y llevarla a un hotel boutique de Pucón y a los lugares “más románticos” de avenida Alemania. El arquitecto Alejandro Aravena señala acertadamente que la ciudad es una atajo para lograr la equidad social.  
Entonces, en el contexto de tercer puente ¿y si en vez de autos pensamos en los hombres y mujeres de a pie, en los seres humanos que necesitan una infraestructura básica que facilite echar a correr sus emociones a 120 km/h?
¿Y si en vez de hacer cuatro pistas vehiculares en una ciudad tan pequeña como la nuestra me dejan tal como estaba la banquita bajo los árboles del bandejón central de avenida Francisco Salazar donde me juntaba con mi amigo del barrio de enfrente a fumar un último cigarro y a especular quién podríamos ser hoy? O quizá, ¿si en vez de ponerme a correr por la autopista de avenida Javiera Carrera me ponen a trotar allí para bajar la ponchera, como era antes, y recordar como era un avellano al lado de un abedul?
Si un domingo agarramos a la vieja o al viejo y vamos a caminar por el barrio donde nos criamos veremos lo cambiado que está, si aún existe. Históricamente ésto ha sido así y lo será, pues las ciudades se van construyendo por capas. Pasan los años, las generaciones y crece una nueva ciudad, adecuada a las nuevas necesidades de los tiempos, sobre la tumba de la ciudad donde viviste. Pero lo que nunca pasa es un loco anunciando su amor o su arrepentimiento con un lienzo en un puente.
Quizá más que un puente ultra moderno, atirantado y de alta velocidad sea más urgente una infraestructura que haga la ciudad más simple, lenta y gentil, donde la comodidad y la belleza del espacio público haga que nos fluya y cueste menos mirarnos a los ojos y decirnos: te amo, me mato o cualquier cosa que deseemos o sintamos, que a fin de cuentas es nuestra mejor obra posible.





[1] Concepto del urbanismo que se refiere a dos ciudades crecen tanto que se llegan a juntar (Concepción-Talcahuano, Viña del Mar-Valparaíso, La Serena-Coquimbo, etc.).

martes, 11 de marzo de 2014

Cheuque, el lugar de un hombre


Por Patricio Jara Tomckowiack
@PatricioJaraTom

“Todo el suelo tiene dueño, si cada cuarta en la tierra tiene su pedazo de cielo”, dice Quelentaro, con su voz apellinada, para hablarnos de la puebla del campo chileno, ese terrenito cultivable donde uno le pone su mujer, sus hijos, su cariño, un arado, una yunta de bueyes…[1].  
Una vivienda es un simple objeto material pero puede llegar a ser un hogar, cuando uno deposita en ese contenedor su tiempo, su cariño y lo querido. El hogar es ese lugar único en el mundo que se siente propio, donde tienes tus raíces y ocurrirá lo mejor que estás por vivir, esas cuatro paredes que sientes como patrimonio suficiente para pasar tranquilo por esta vida. Todas las vidas de un hombre y su familia pueden ser vividas en 50 metros cuadrados, sin más. Esta transformación de objeto inanimado en hogar-tu-lugar-en-el-mundo es uno de los milagros de la arquitectura.
Pero ayer se amplió mi espectro y casi dejé de creer en esto, porque vi con mis propios ojos debajo del agua que es ser parte de un lugar. Y sospecho a priori que es mucho más profundo y trascendente cuando una persona siente que su hogar es su aldea, su barrio, un lugar cualquiera, pero más amplio que lo que decretan las manos del carpintero y su ayudante.
Hoy siento la más profunda admiración por quienes entre los quehaceres cotidianos que dan vueltas en su cabeza tienen la necesidad de regar el arbusto de nuestra plaza frente a su casa, salvar vidas de turistas en el mar porque simplemente se está siempre allí, pintar de blanco la piedra de la esquina que referencia nuestro pasaje en la población, amarrar con una cámara de bicicleta la fuga del estanque de agua que abastece todo el caserío. Porque quién piensa y quiere lo mejor para uno, más allá de su propia piel, de la de su familia, de las tablas podridas de su casa, es alguien que nos abre los ojos y nos regala una maravillosa verdad; el mundo es uno, un todo, todos somos el mundo. Y hoy esto es oro puro que hace menos miserable nuestras vidas, o al menos la mía.  
El lugar donde vivimos no es solo paisaje, accidente o mera distracción para el ojo, podrías quererlo y cuidarlo más, porque es tu lugar de acción, el campo de juego de tu vida, donde nacen, viven, mueren y se hacen eternas las cosas, los recuerdos y las personas que dan sentido nuestro paso el este mundo. Es muy distinto vivir en un lugar que vivir a ese lugar, que vivirlo, es decir, ponerle cariño y darle algo de lo más sagrado que tenemos; nuestro tiempo. Así empieza la atracción entre el hombre y su lugar en la tierra, esa energía indescriptible que lo hace ir y volver, permanecer, nacer y quedarse para siempre allí hasta transformarse en él.
Amar y ser de un lugar te hace eterno en él, especialmente cuando nuestra alwe (alma) requiere los servicios de transporte del balsero de la muerte para viajar hacia la lejana región de occidente[2]. Pienso en el caso de Pablo Neruda en Isla Negra o en el de Nelson Mandela que descansa en una pequeña colina de su finca en la aldea de Qunu, en Sudáfrica, donde pasó su infancia y lugar al que siempre consideró su hogar[3].
Esta es la historia de un hombre sencillo, sin premio Nobel, que de casualidad me enseñó una gran lección sobre lo que implica trascender en la tierra y en el corazón y, también, me dio una cátedra de arquitectura sobre el significado del concepto, algo viciado, de "lugar", del que como arquitecto ignorantemente tantas veces hablé. Ese hombre, desde ahora y hasta el día en que se sequen los mares, chapotea con sus hijos y después lo hará con sus nietos y bisnietos en el pequeño balneario de Cheuque, el lugar que el siempre fue y será. 





[1] La puebla, canción del grupo angolino Quelentaro.
[2] Tránsito de la vida a la muerte para la cultura mapuche.
[3] Para su funeral las autoridades sudafricanas solicitaron a los líderes mundiales abstenerse de asistir porque el lugar no daría abasto para recibir tanta gente.

martes, 4 de marzo de 2014

El espíritu dueño del cerro Ñielol


Por Patricio Jara Tomckowiack
@PatricioJaraTom

Tenía unos 16 años cuando descubrí que comer era algo tan fantástico como hacer un gol de chilenita jugando a la pelota en la calle con mis amigos. Ese día aparecieron mis padres con una jugosa invitación: ir al tenedor libre del hotel Terraverde. A mi hermana y a mí, dos quiltros de raza, la idea de ir a comer ilimitadamente cosas que nunca comerías en tu casa y más encima en un lugar que habías visto por la tele nos pareció simplemente genial.
Eran cerca de las ocho cuando entramos al lobby del hotel, era un lugar grande y daba la sensación de ser profundo, el piso brillaba como cuando mi mamá pasaba el chancho eléctrico en la casa, los sillones se veían amplios y cómodos como los de una casa piloto, posiblemente un piano ablandecía el ambiente. Así nos fuimos desplazando, sigilosos, hasta llegar al gran salón comedor con esa fingida calma del que no quiere romper nada por miedo a tener que reponerlo. El comedor estaba en penumbra y no había tanta gente, el lugar era ideal para planificar un robo, un crimen, devolver un favor político, escribir una columna, pedir matrimonios o divorcios y, por supuesto, hacer trabajar las mandíbulas.
En los costados había grandes manteles blancos que flotaban haciendo una ofrenda culinaria a los dioses que esa noche éramos nosotros por tan solo $9.990.- Estaba todo el alimento del mundo allí disponible para iniciarme en las artes fundamentales de las colitas de camarón, la centolla, el arroz decorado con tomates con forma de flores (eso no se come), el fetuccini alfredo, los ravioles con salsa a la boloñesa, las papas grillé en fuentes de plata heredadas de vaya a saber uno que monarquía europea. Y qué decir del mesón de los postres, esa infinita bandeja de oro y diamantes diciéndote: Te quieres casar conmigo. Sería mi última cena, el último deseo de un condenado a sandwiches al paso, a sí que esa noche hice lo que todo hombre debe hacer: comí, comí y comí… y seguí comiendo, hasta encontrar mi bandera de lucha y reventar mi pelota de fútbol con un tenedor en esa cancha de sabores.  
Años después allí recibí mi cartón de arquitecto pero esa es otra historia. Son varios los recuerdos y pecados felices que tengo a los pies de ese cerro.
Casualmente este fin de semana volví a pasar por fuera de ese coliseo de mis antiguas glorias, el ex hotel Terraverde, el ahora viejo y anónimo hotel abandonado que junto con otros edificios del sector conforman una especie de limbo urbano o zona muerta entre la ciudad y el cerro Ñielol.
Bajo un cielo de yeso que se cae a pedazos, en el acceso al hotel queda un vestigio de aquel pasado glorioso, de aquella inauguración rimbombante de páginas sociales de El Austral de Temuco, una placa de mármol que dice: Oyarzun & Urzúa Arquitectos, 1995. 
Invadido por la nostalgia me detengo a ver más allá del lujo y los placeres de antaño y logro distinguir un buen ejemplo de arquitectura local; un edificio respetuoso y abierto hacia el cerro, de formas sugerentes y quebradas como la topografía del macizo nativo, con fuertes pendientes para conducir la lluvia sin problemas, con pavimentos de hormigón estampado bien ejecutados y geométricamente articulados, zócalos y patios ingleses para iluminar pisos subterráneos y dar una altura sutil al acceso del edificio que lo engrandece y diluye su relación con el suelo.
Pero su abandono me entristece como arquitecto y como “buen comedor”. Veo su piel en los huesos, su pintura corrida como rímel después de la traición, sus cortinas quemadas por el sol y a medio abrir por últimos pasajeros fantasmas, vidrios quebrados, grafitis que no dicen nada, ramas secas de muerto olvidado en los grandes balcones donde se tomaba el café de la mañana con aroma a cerro.
Sigo recorriendo el borde del Ñielol y me doy cuenta que no es sólo el hotel sino una buena parte de la ciudad la que ha fracasado a sus pies: la piscina Ñielol, la antigua ratonera del Liceo Pablo Neruda, la Universidad Técnica del Estado, la avenida Balmaceda que nunca ha sido el parque que merece ser, las casas patrimoniales que se queman y no lucen. ¿Qué carajos pasa a los pies del cerro Ñielol? 
Solo una jardinera del antiguo hotel Terraverde, paradójicamente, conserva una planta de color verde y ésta parece ser una bandera de la naturaleza que se ha tomado el edificio ¿Quién puede asegurar que esa planta no es la manifestación del Ñen-Winkul que significa el Espíritu Dueño del Cerro en mapudungun.
Mi amigo Felipe Ortega, biólogo huinka, me enseñó que para la cultura mapuche todo en la naturaleza tiene un espíritu o dueño llamado Ngen. Lo tienen los cerros, los animales, los árboles, el agua, las piedras, todo en la tierra. El Ngen es a quién las machis piden permiso para entrar en un menoko (humedal) a sacar plantas medicinales, también es a quién los peñis piden permiso en un Lemu (bosque) para entrar a recoger una rama seca para hacer fuego. 
Los expertos urbanistas dicen que la ciudad se niega al cerro (y al rio Cautín), pero nosotros sabemos que es al revés, que es el espíritu dueño del cerro el que empuja hacia el sur.