Por Patricio Jara Tomckowiack
Uno de los mayores placeres durante un viaje es recibir un
buen dato sobre un nuevo lugar para ir a visitar, contemplar y ampliar los
mapas del alma y la memoria. En nuestro caso estábamos en una hostal de
Valdivia y en la sobremesa un señor muy amable me dio un solemne consejo:
usted quedaría muy bien (con su polola) si van a visitar el Salón de Té Casa Lavanda en Frutillar.
Quedar bien nunca está demás. Que el lugar quedara justo en
nuestra ruta, bienvenido. Así que fuimos. Aunque reconozco siempre he tenido una secreta
e inexplicable conexión con ese pequeño y aromático arbusto azul violeta. Más
no sé nada de él pero es importante para mí. Quizá porque hay una
planta en la entrada del edificio donde vivo y paso mi mano rozándola por
encima cada vez que llego, o porque es uno de los dos arbustos que reconozco y
eso me hace sentir como Teodoro Fernández proyectando un parque (el otro arbusto
es el ciprés pero a veces dudo), o porque los abuelos las usan en los
bolsillos de sus pantalones como perfume y la abuela ponía ramilletes
en el closet para aromatizar la ropa, o quizá ninguna de las anteriores. No lo
sé, pero esa matita pareciera seguirme por todos lados, y eso lo agradezco.
En Frutillar, al llegar al salón de té uno se siente como un
personaje de cuento perdido al interior de un cuento ajeno y es difícil no sobrecogerse
con la fantasía, la magia, el aroma y el vigor que asigna al paisaje ese oro
azul. Ese l’or bleu como le dicen en Francia donde abunda y embellece
los paisajes de La Provenza con sus 39 especies sembradas en bastos campos que conforman el circuito turístico de la zona.
Posada delicadamente sobre unas piernas
blancas y con unas tejuelas negras blandiéndose al viento se nos presentaba lo que era un antiguo galpón convertido hoy en una casita campestre remozada y decorada al estilo francés. Sus ojos eran grandes y se abrían de par en par hacia el lago Llanquihue aprovechando la ventaja que significa estar sobre una colina. En su interior la casa también nos sedujo
con una cuidada decoración y minuciosos detalles, habían ramilletes, ramos y
ramitas de lavanda desde el baño a la cocina, finas porcelanas,
jarrones, antigüedades y muebles con grabados y múltiples dibujos. Los pisos,
muros y cielos eran blancos, y con esa ausencia de color hacían del salón un
quirófano donde intervenir y curar hasta al paladar más guachaca con las
sensaciones propuestas.
Afuera se lanzaban al suelo algunas gotas del lago del cielo
y los turistas se hacían los selfies
respectivos. Adentro, en mi mesa, una mano que no era la mía
se apoderaba amorosamente de ella mientras al lado un gato gordo, peludo y
colorín era dueño del salón y negaba el asiento a los comensales. Así
estuvimos toda la tarde exculpando nuestros estómagos oriundos de populares
picadas con el té y la limonada de lavanda, las galletitas con pétalos de
flores y los pastelitos con los siete colores del arcoíris.
A pocos días de haber muerto
Gabriel García Márquez, que escribía sobre unos territorios donde la fantasía y
lo inverosímil convivían naturalmente con lo cotidiano y lo
lógico, nosotros estábamos experimentando en carne propia ese realismo
mágico allí. Esa experiencia que se busca en las drogas pero que se encuentra en el
simple acto de permanecer, no hacer nada y contemplar. Porque así es un buen dato para un viajero; un lugar donde comer para luego hacer nada y esperar que la vida se
manifieste en todo su esplendor durante ese click que viene después de un
ligero aburrimiento o en la modorra que nos embarga al sentarnos en una banquita frágil, insignificante y solitaria con vista al paisaje exterior para
ver y abrir el lugar interior de todo hombre.