miércoles, 30 de abril de 2014

Un buen dato: Un salón de té en un campo de lavanda


Por Patricio Jara Tomckowiack

Uno de los mayores placeres durante un viaje es recibir un buen dato sobre un nuevo lugar para ir a visitar, contemplar y ampliar los mapas del alma y la memoria. En nuestro caso estábamos en una hostal de Valdivia y en la sobremesa un señor muy amable me dio un solemne consejo: usted quedaría muy bien (con su polola) si van a visitar el Salón de Té Casa Lavanda en Frutillar.
Quedar bien nunca está demás. Que el lugar quedara justo en nuestra ruta, bienvenido. Así que fuimos. Aunque reconozco siempre he tenido una secreta e inexplicable conexión con ese pequeño y aromático arbusto azul violeta. Más no sé nada de él pero es importante para mí. Quizá porque hay una planta en la entrada del edificio donde vivo y paso mi mano rozándola por encima cada vez que llego, o porque es uno de los dos arbustos que reconozco y eso me hace sentir como Teodoro Fernández proyectando un parque (el otro arbusto es el ciprés pero a veces dudo), o porque los abuelos las usan en los bolsillos de sus pantalones como perfume y la abuela ponía ramilletes en el closet para aromatizar la ropa, o quizá ninguna de las anteriores. No lo sé, pero esa matita pareciera seguirme por todos lados, y eso lo agradezco. 
En Frutillar, al llegar al salón de té uno se siente como un personaje de cuento perdido al interior de un cuento ajeno y es difícil no sobrecogerse con la fantasía, la magia, el aroma y el vigor que asigna al paisaje ese oro azul. Ese l’or bleu como le dicen en Francia donde abunda y embellece los paisajes de La Provenza con sus 39 especies sembradas en bastos campos que conforman el circuito turístico de la zona.  
Posada delicadamente sobre unas piernas blancas y con unas tejuelas negras blandiéndose al viento se nos presentaba lo que era un antiguo galpón convertido hoy en una casita campestre remozada y decorada al estilo francés. Sus ojos eran grandes y se abrían de par en par hacia el lago Llanquihue aprovechando la ventaja que significa estar sobre una colina. En su interior la casa también nos sedujo con una cuidada decoración y minuciosos detalles, habían ramilletes, ramos y ramitas de lavanda desde el baño a la cocina, finas porcelanas, jarrones, antigüedades y muebles con grabados y múltiples dibujos. Los pisos, muros y cielos eran blancos, y con esa ausencia de color hacían del salón un quirófano donde intervenir y curar hasta al paladar más guachaca con las sensaciones propuestas.
Afuera se lanzaban al suelo algunas gotas del lago del cielo y los turistas se hacían los selfies respectivos. Adentro, en mi mesa, una mano que no era la mía se apoderaba amorosamente de ella mientras al lado un gato gordo, peludo y colorín era dueño del salón y negaba el asiento a los comensales. Así estuvimos toda la tarde exculpando nuestros estómagos oriundos de populares picadas con el té y la limonada de lavanda, las galletitas con pétalos de flores y los pastelitos con los siete colores del arcoíris.
A pocos días de haber muerto Gabriel García Márquez, que escribía sobre unos territorios donde la fantasía y lo inverosímil convivían naturalmente con lo cotidiano y lo lógico, nosotros estábamos experimentando en carne propia ese realismo mágico allí. Esa experiencia que se busca en las drogas pero que se encuentra en el simple acto de permanecer, no hacer nada y contemplar. Porque así es un buen dato para un viajero; un lugar donde comer para luego hacer nada y esperar que la vida se manifieste en todo su esplendor durante ese click que viene después de un ligero aburrimiento o en la modorra que nos embarga al sentarnos en una banquita frágil, insignificante y solitaria con vista al paisaje exterior para ver y abrir el lugar interior de todo hombre. 

miércoles, 16 de abril de 2014

Casas Isla: Una buena lección del incendio de Valparaíso


Por Patricio Jara Tomckowiack
@PatricioJaraTom

"De qué sirve el patrimonio si no hay humanidad....", es lo que andan diciendo en las redes sociales, y a mí me dan ganas de gritar al unisono: y de qué sirven los barrios si no tienen una buena dotación de equipamiento y espacio público.

Un tecnicismo desconocido para mí o una nueva joya del “hablamiento” periodístico nacional fue la que me sorprendió gratamente al escuchar en la televisión a un periodista que hablaba sobre algunas “casas isla”, en el contexto del dramático incendio que afectó a Valparaíso; ese antiguo puerto principal y enamorado, ahora divorciado, sin plata, caído al litro, demacrado y sin putas ni amigos.
Según el relato las “casas isla” son un grupo de viviendas dispersas que milagrosamente resultaron sin daño e intactas en ese mar ardiente que sembró de hollín, escombros y pino de tercera a medio quemar los cerros afectados de la joya del pacífico. En ellas, algunos de sus propietarios en señal de agradecimiento, solidaridad y conciencia colectiva abrieron sus puertas y las dispusieron para facilitar la entrega de ayuda, la organización de los voluntarios y ofrecer algunos servicios básicos a sus vecinos. Asimismo, las áreas verdes y multicanchas están siendo utilizadas como centros de acogida, acopio y distribución de la ayuda recibida.
De esta forma las “casas isla” están siendo utilizadas como verdaderos equipamientos comunitarios y vecinales, función que idealmente podrían cumplir las tan frágiles, monofuncionales, obsoletas y poco atractivas “sedes sociales” chilenas. En este sentido la catástrofe pone en evidencia y realce la idea del urbanista español Agustín Hernández Aja[1] quién señala que los equipamientos son verdaderos faros en la monotonía de la ciudad. Y, asimismo, valida la observación de su colega y compatriota Jordi Borja [2] quién se refiere al espacio público como el lugar por donde respira la ciudad, pues es el único espacio común y flexible capaz de cambiar y adaptarse a los cambios que exige la ciudad y sus ciudadanos.      “Casas isla”, multicanchas y áreas verdes han demostrado su importancia como elementos construidos (edificios) para la trama urbana y también como lugares detonantes de la convivencia y la organización en la dimensión social de nuestro hábitat. Y ahora más como espacios para la seguridad social en el caso de estas lamentables catástrofes.
Es de esperar que del caso de Valparaíso se obtengan, a lo menos, en esta línea, dos lecciones: que  los equipamientos y el espacio público de calidad son fundamentales para los barrios, y, que principalmente en poblaciones antiguas y de conformación espontánea es necesario comprar y demoler viviendas (preocupándose de la re-ubicación de las personas y conservar sus redes sociales) para construir equipamiento comunitario y espacio público donde no lo hay, porque se necesitan urgente más y mejores faros y lugares por donde la ciudad respire y la comunidad continué organizándose y se adapte a las nuevas demandas y acontecimientos. Más aún en este país, Chile, que ya sabemos está primero en la lista de espera del acabo de mundo.    





[1] Del libro: La ciudad y los ciudadanos.
[2] Del libro: El espacio público, ciudad y ciudadanía.

sábado, 12 de abril de 2014

Historias del balón y el corazón


Por Muriel Ríos Segura

A toda polola de un “pelotero” le llega la hora de enfrentarse a lo que nuestro instinto femenino muchas veces rechaza, el ir a presenciar el talento de nuestro amorcito.
Como siempre mis expectativas son altas y como nunca antes había ido a ver una pichanga … figuraba yo esperando que pasaran por mí a lo más estilo Cote López (antes muerta que sencilla) bien arregladita con su buena manito de gato y lo primero que escucho es … “tan desabrigada?, te dará frío!” … “ah y no es cerrado?” … “ mmmmm nop, es abierto” … primer FAIL!!! Llegando al lugar de los hechos aprecio los siguientes acontecimientos… esa jaulita de hámster felices y sudados tanto dar vuelta en la ruedita efectivamente no está cubierta del frio de la tarde noche de Temuco en un día de abril y más aún… NO HAY ASIENTOS!!?!? … y ves a las niñitas, pololitas del equipo que está finalizando su juego a lo más Maura Rivera paraditas a la intemperie mirando a sus musculosos y fibrositos pololitos de unos 18 añitos.
Luego ingresa a la cancha el equipo de mi futbolista, de un rango de 30 – 45 años, ya no tan fibrocitos, habiendo entre la fauna chicos, altos, flacos, gordos … quienes empiezan a sacarse y cambiarse la ropa sin sentir el mas mínimo frio, calcetines, poleras, chuteadores … en espera de sus contrincantes que a todo esto ni siquiera conocen … pasan unos minutos y aun no se completa el equipo lo que además de un una perdida monetaria (que era lo que pensaba yo en ese momento) son preciados minutos de juego perdidos para ellos!! … finalmente comienza la cruzada y con esto las crecientes ganas de todos los machos de tener y “tocar” de la mejor manera a esa redondita, escurridiza y coquetona pelota!!! … tu amor, que por lucirse, se tupe un poco tal vez por quedar en evidencia de aquella complicidad con la susodicha, logra al parecer relajarse y hace unos lindos goles dedicados a ti, con una sonrisita de felicidad y plenitud nunca antes por mi vista.
Me llaman la atención otras tantas situaciones como por ejemplo … el capitán del equipo grita y alienta a cada uno de sus jugadores, llamándolos por su nombre lo que al parecer surge un efecto positivo y además aporta y cultiva el don de responder a órdenes de los machos alfas, que felices siguen sus instrucciones … también renace aquella lesión del jugador del equipo contrincante justo cuando ya la derrota es irreversible … que fue la mejor opción quedarme paradita mirando de afuera y no en aquella esquina donde me aseguraron no llegaría la pelota (llegó 3 veces, las conté) eso se logra con la experiencia de que la mala suerte si existe!! … Verte enfrentada a la situación de que la tan añorada pelotita se arranca de la cancha y pasa tan altiva y creída por mi lado y pensar, qué hago? Tomarla y arrojarla con la mano con la gracia femenina y que llegue apenas un metro delante de ti?! Ni pensar en un punta pie que seguro si logro achuntarle se va pa’l lado que no es, por todo esto mejor no hacerse la amable y ni tocar tan inmaculado objeto, dejando que uno de los nobles caballeros la rescate.
Ya pasada según yo la hora, me pregunto y esto cuándo para?! Alguno estará acaso pendiente de qué hora es?! Y justo cuando la hipotermia se estaba apoderando de mi pobre body y el auto de mi amor era la opción más tentadora (quedando como poco aperrá), baja del cielo un señor con un silbato y san se acabó!! El equipo de mi macho que por supuesto fue el ganador (gracias a Dios o quedaba una como Yeta), sale feliz y triunfador, despidiéndose amablemente del equipo rival, retirándose a sus hogares, o bien los más loquillos, al tan famoso 3er tiempo, donde consumen todas las calorías recién quemadas, comentan sus jugadas y entre otras cosas conversan sin tener nada que envidiar a Carrie Bradshaw y sus amigas en un bar de NY!!!

jueves, 10 de abril de 2014

Espacios residuales en los supermercados


Por Patricio Jara Tomckowiack

Entre niños que juegan suspicaces con una pelota cuya cancha va desde la fila de las cajas a la carnicería y la disimulada preocupación del hombre del alto parlantes que no haya forma de hacer regresar al pasillo 17 al encargado de librería, aparecen sorpresivamente y sin conexión una serie de rincones o espacios residuales donde la vida profunda fluye y encuentra su lugar en los supermercados.
Son lugares de importancia tangencial, lugarcitos apenas, o quizá solo espacios de tiempo inmedibles que no puedes ver ni encontrar a simple vista porque son ellos los que te encuentran a ti paveando entre los quehaceres diarios, como lo hacen las burbujas de jabón cuando cruzas apurado la Plaza de Armas de Temuco. 
Estos espacios residuales florecen de la nada como callampas entre los ofertones de ayer y de hoy, los carteles multicolores del cielo que anuncian el milagro del Quick a $990, las piernas de jamón que te miran y ese queso gigante que nunca comprará.
Allí, según se puede oír en conversaciones ajenas o vivir en carne propia, sin explicación científica, de golpe y porrazo se experimenta una mística desconexión con el elevado precio de los limones o con la promoción lleve 3 y pague 2 paquetes de tallarines y se comienza hablar y reflexionar sobre asuntos profundos como: la pubertad del hijo, el tipo de parto a escoger, las cosas que nos faltan por vivir, el pueblo donde irse a vivir cuando viejos, que el matrimonio ¿cuándo?, que uno no es nada sin dos, que eso de la media naranja no existe, que sí, que el regalo de la madre, que la salud del padre, en fin.
La esencia profunda de muchas vidas se cruzan dando vuelta a las góndolas o a toda velocidad en la recta de los congelados, mientras dos enamorados buscan excusas gastronómicas para pasar un viernes en la noche en la cama y los carros pasan lentos como caballos viejos cargados de puntos néctar por acumular.
El señor del aseo trapea por los pasillos los restos de las infidelidades, las colillas de los secretos que no debían contarse, las migajas que se desprendieron de los sueños y los despuntes de las  verdades y mentiras que nos decimos. 
Los espacios residuales de los supermercados están cargados de polvo de estrellas y el vacío que dejan las emociones humanas profundas cuando ya han sido vividas, cuando ya son pasado.    
En el ambiente suena suave la pista “caribe” del teclado de ese señor de manos veloces que nos persigue desde la infancia en el Multimarket de Torremolinos y que más temprano que tarde nos va a dar caza en algún pedido de fin de mes o una simple compra del pan. Todo esto me hace sospechar que ni los gerentes, ni los arquitectos ni los encargados de secciones de los supermercados saben, o intuyen siquiera, que existe una secreta y compleja confabulación entre el locutor de ofertas y el señor del piano para generar las pausas y los silencios en ese pentagrama de góndolas y congeladores donde se abren esas ventanas a la vida profunda en los espacios residuales de los supermercados.

viernes, 4 de abril de 2014

Los terremotos y nuestra fragilidad

Por Patricio Jara Tomckowiack
@PatricioJaraTom

Los chilenos sabemos que un día cualquiera una persona cualquiera nos dirá ¡Terremoto! Y que la cosa se vendrá fea y al otro día nada será lo mismo. Quizá por eso somos un pueblo un poco triste.
¿Dónde y cuánto fue? preguntamos con urgencia para echar a correr nuestras tembleques neuronas y empezar a tejer el entramado que mezcla el lugar, sus alrededores y algún familiar, conocido o turista que sepamos se encuentra cerca del epicentro. Y cuando encontramos a ese alguien se nos viene a la cabeza una masa amorfa de escombros, madera, mucho lodo y un tipo con la bandera chilena desgarrada colgando.
De inmediato el miedo, el dolor y la compasión (grado 10 en la escala de las emociones humanas básicas) se apoderan de nosotros. Y a los pocos minutos, al menos en mi caso, la racionalidad toma el mando e instala la idea de la fragilidad de las ciudades, los hombres y las cosas: ¡no somos nada!…y todo eso.
La bella ciudad de Iquique, el Miami nacional, destino paradisíaco de 4 días y 3 noches, en unas horas puede ser una gran playa del infierno. El winner chileno, superior y autosuficiente, deja de lado su ego y ateísmo y reza a cuanto santo encuentra disponible en la oscuridad del dormitorio tomado del marco de la puerta. Y las cosas, esas que dan sentido a nuestros sueldos y paseos de fines de semana, caen al suelo y se rompen con el primer movimiento.
Asimismo, la ciudad y sus habitantes nos van enseñando mucho en esos momentos de tragedia. Podemos evaluar la efectividad de las zonas seguras, vías de evacuación y sistemas de alarmas que se disponen para qué –por diosito santo- no nos alcancen los insensibles brazos del mar ni nos trague esta tierra estrecha e ínfima, pero hambrienta que alguien llamó Chile. Y también aprendemos que es lo importante para la gente cuando la vemos correr cerro arriba con sus TV de plasma o entrar en los almacenes para adquirirlas en 0 cuotas y 0 interés. Y por si fuera poco, entre tanta tole-tole y vieja corriendo, como si no nos gustará poquito la tontera, nuestros compatriotas dejan una estela del mejor “hablamiento” nacional: “manden más zafradas”, “la tierra se tiró a abrir”, “el marepoto”, “el tusunami”, etc.
La topografía de Iquique es plana y la zona segura ante tsunamis está en Alto Hospicio, una ciudad en el cerro de 100 mil habitantes que es casi la mitad de esa “tierra de campeones”. Y para este terremoto la única ruta que une ambas ciudades colapsó durante la evacuación con la congestión vehicular. Para mí esto es la fragilidad de una ciudad. 
Y así, nos sentimos tan frágiles y vulnerables en ese minuto y medio de infierno, un poco menos las horas siguientes y al otro día cuando el sol alumbra se nos viene ese Don Francisco que todos llevamos dentro y la cosa es #LEVANTATEIQUIQUE o #FUERZACHILE. Y como la necesidad tiene cara de hereje y no nos sirve vivir o trabajar en la punta del cerro, en la “zona segura”, volvemos a levantar nuestras casas y negocios en las áreas de riesgo de tsunami y derrumbre y a vivir en los bellos edificios con vista al mar.
Somos frágiles y lo sabemos pero como dice la canción “mejor no hablar de ciertas cosas”, para que podamos vivir tranquilos en este suelo prestado, en esta copia feliz del edén bañada por ese tranquilo mar del Pacífico y en estas ciudades sin futuro asegurado, al menos un ratito más hasta que la tierra diga basta. Porque para vivir en Chile es imprescindible saber “hacerse el huevón” y entender la vida como el iquiqueño entrevistado en el campamento de damnificados que, encogido de hombros, declaró: “así nomás es la cosa poh”.