martes, 27 de mayo de 2014

Lugares sorpresa


Por Patricio Jara Tomckowiack
Arquitecto

En un retazo de pasto que dejó el encuentro de dos calles, que con más dificultad que virtud quiere ser una plaza o un área verde, en el acceso a Vilcún desde Cajón, una escultura de madera de un mapuche bailando –posiblemente- el choique purrún recibe a quién llega.
El hombre y su ceremonial danza que imita el vuelo del choique usando el poncho como alas y marcando los pasos a saltos, poco a poco va abriendo la vista y el alma hacia el coloso volcán Llaima y absorbiendo nuestra carne al pueblo. 
Ese ínfimo lugar dice mucho más que el letrero de madera donde se escribe lo que ya sabemos o cualquiera nos puede informar, habla de que somos lo que queremos ser, porque lo que somos a secas no alcanza para nuestros sueños.
Por fortuna aún quedan pequeños rincones donde la sorpresa encuentra un remanso donde no llega el sol de la estandarización y la modernidad, porque ni la vida ni las ciudades son lo que deben ser ni lo que imaginamos; son catalizadores de un constante levantar de cejas. Así vivimos sorprendidos de tanto imaginar, tal como el hombre imaginario del poema de Nicanor Parra que vivía en una mansión imaginaria, rodeado de árboles imaginarios, a orillas de un río imaginario… ¡Qué grandes y exquisitas sorpresas debe haber tenido ese lugar tan lleno de realidades imaginarias!
Una tarde mirando la lluvia de Temuco en Medellín, la ciudad dorada del urbanismo, aprendí que no importa el lugar donde vivas, por más maravilloso que parezca, lo que importa es “la jugada” (en lenguaje paisa) o como muevas tus cartas en cualquier lugar.
Entonces frente a un mundo lleno de lugares que no son lo que sabemos de ellos ni lo que imaginamos ¿qué nos queda?: ¡La sorpresa! Que es la posibilidad de que una tarde cualquiera, en una esquina insignificante de un pueblo que no aparece en Google Maps en un país que limita con otro por una cordillera de 6 mil metros de altura te reciba un gigante bailando a los pies de un volcán.      

lunes, 12 de mayo de 2014

¿Quién se ha llevado el paisaje entre Temuco y Labranza?


Por Patricio Jara Tomckowiack
Arquitecto

Como es sabido no es muy buena práctica retirar personas ni objetos de una fotografía, porque dejan en el recuerdo un vacío imposible de rellenar con camionadas y metros cúbicos de otras cosas nuevas. Con el paisaje que había (o hay) entre Temuco y Labranza alguien nos hizo una gracia de tamaño calibre, porque donde antes se podían ver verdes praderas, alamedas, bosques de hualles y muy dignos galpones de madera a punto de caer, hoy pareciera no haber más que letreros y vallas carreteras.
Es realmente bueno que hoy se pueda ir a Labranza en diez minutos por la nueva carretera, pero que extraña es la sensación de no haber salido de Temuco tras finalizar esos 11 kilómetros, que, aunque insignificantes, motivaban a cualquiera a escuchar I Want To Break Free de Queen echadito para atrás y con el brazo al viento.    
Si el paisaje siempre estuvo allí y es nuestro ¿por qué se lo llevaron?  Voy hacia Labranza y no logro juntar siquiera un escueto roble, que se deja entrever tras el ritmo regular de los letreros viales, con una casita blanca y una chacra que están del otro lado de la carretera, bajo la pasarela metálica, y no puedo armar una hermosa vista que invite a relajar nuestra mente, aunque le ponga todo el romanticismo del mundo a la idea.  
No sé de rentabilidad social en las inversiones públicas pero supongo que quienes miramos el paisaje también deberíamos aparecer en alguna fórmula de costos intangibles para calcular esos asuntos. De no ser así ¡que alguien nos considere urgente, por el amor de Dios! Porque he perdido hasta mi recuerdo de ese lugar que marcaba el inicio de los paseos de infancia al Lago Budi. Las tachas amarillas, las líneas segmentadas y las flechas de viraje en la carpeta gris de hormigón no son suficientes formas y colores para hablar de un viaje.
Hace un tiempo ya que más miedo a la soledad y no imponer en las AFP me está dando la aparición de esos cartelitos que dicen: “Obras para una mejor calidad de vida”, porque a causa de esa calidad de vida ya no se me aparecen huertas, invernaderos ni una sola gallina que me sugiera vivir con mi mujer en una parcelita y cosechar nuestros propios huevos azules, tomates y una que otra lechuga.
Perseguir una mejor calidad de vida y construir más carreteras es indudablemente bueno, siempre y cuando no se lleven el paisaje, porque allí podemos soñar, lamentar nuestros errores, existir prescindiendo de la tecnología, cambiar el chip para llegar a la casa desde la pega o, simplemente, tener donde perder la mirada y lanzar una sonrisa para luego retomar la vida real, como cuando se mira una fotografía de alguien que ya no está entre nosotros.