viernes, 20 de junio de 2014

Maracaná


Por Patricio Jara Tomckowiack
Arquitecto

En nuestros cuerpos semi-herméticos las emociones van y vienen, suben y bajan, alimentan y entierran esperanzas, mientras afuera nadie se entera de nada. Un estadio de fútbol, así como un gimnasio, un polideportivo o cualquier edificio destinado al deporte, por más piruetas arquitectónicas y técnicas que se incluyan a sus fachadas no deja de ser una caja. Un lugar cuyo sentido está en su contenido, en el vacío neutral y mínimamente equipado de su interior donde acontecen los hechos más increíbles para unos y los más irrelevantes para otros.
Si los estadios de fútbol disputaran su Copa lo harían en el Maracaná de Río de Janeiro. En ese que fuera el estadio más grande del mundo, en ese que tiene el record de espectadores con casi doscientos mil individuos atentos a una pelotita, y, sobre todo, en ese donde un grupo de uruguayos sin ningún respeto le robó la Copa del Mundo al propio Brasil en 1950 y condenó a todo un pueblo y su territorio a una eterna casi felicidad llamada Maracanazo.
Todos llevamos un Maracaná dentro, un lugar invisible e inmedible por científicos y esotéricos, como Dios o el diablo, donde ponemos nuestra existencia a disposición de un resultado sin mediar  condiciones. Donde nos quedamos mirando la cancha media hora después del pitazo final porque Chile eliminó al campeón del mundo en 2014. Donde se nos cae una lágrima y hace un nudo en la garganta al entonar la canción en la que coincidimos buenos y malos, abusadores y trabajadores. Donde no podrás creer lo que estás viviendo aunque te pellizques o te lo haya contado tu padre mil veces y con lujo de detalles muchos años antes.  
Podemos debatir si el Maracaná es o no un regalo de la arquitectura, mediante las adecuadas proporciones de sus tribunas, sus cerramientos y el orden preciso de sus asientos frente al rectángulo verde, pero lo que no aguanta demasiada discusión es que todos llevamos un Maracaná dentro que duerme esperando el momento de verte jugar. 

miércoles, 11 de junio de 2014

Bares y barcinhos de Rio de Janeiro

Por Patricio Jara Tomckowiack
Arquitecto

Rio de Janeiro es una fiesta donde la gente no para de divertirse, celebrar y falar (hablar) en los bares y barcinhos de las esquinas, de mitad de cuadra y de cualquier rincón donde haya suelo. En  esa arquitectura de palabras y espacio público todas las conversaciones del mundo están sucediéndose y a toda velocidad, como en una autopista de mesas y sillas endebles que apenas sostienen la cerveja y el café com leite.
Los bares y barcinos se vuelcan hacia las veredas de hermosos mosaicos de piedra blanca y negra, cuyas siluetas y pomposas curvas nacen del antojo de los maestros-artesanos que dibujan a martillazos el imaginario de sus vidas de favelas, playas y cerros. Esa es la postal de Copacabana, Ipanema y Leblon, los colores de la camiseta de recambio del jogo bonito de Brasil en el mundo.  
La gente va y viene por las calzadas peatonales con su riguroso uniforme de felicidad de hawaianas, bañadores y una que otra mascota. Así es el ritmo constante en Rio de Janerio, relajado, como quién manda todo al carajo y ya no tiene nada que perder, aunque a la vez un poco  apresurado, como quién va de una fiesta a otra.      
Los taxis tiñen de amarillo las ruas (calles) batiéndose entre hileras interminables de selectos ómnibuses VIP con aire acondicionado y los populares buses del TransCarioca para la gente sin camisa. Las banderitas verde-amarelho y el sinfín de cotillón urbano que tanto gustan a los cariocas se toman los toldos, las marquesinas y los escasos espacios entre sílabas que quedan en las conversaciones de los cariocas que no logro traducir, pero que ameritan golpeteos en la mesa y parecieran tratar los temas más importantes y urgentes del mundo, al menos mientras dura la cerveja fría.
Brasil es el único país del mundo que creo tiene su olor propio, una mezcla de calor, humedad, fritura de frango (pollo) y toques de cebolla que se siente apenas poniendo un pie afuera del aeropuerto Tom Jobim. Ese olor proviene de las entrañas misma del país de la samba, en cuyos bares y barcinos para apuntalar algunos argumentos de grandes conversaciones de fútbol y televisión salen a la cancha unos pasteles de camarao, empadas, pasteles de queijo com cebola, fritadas de presunto ou queijo, frango á passarinho y toda la gama de salgados (fritanga que tanto amamos los chilenos).
Así, en Brasil se precisa toda la comida y la bebida del mundo –y urgente- para que no vaya a hacer interferencia ni quedar un minúsculo vacío entre la vida social y el espacio público más intenso del globo.  
Es tiempo de la copa del mundo y lo tenemos más que claro con Oscar, Magó y la Pame, pero en este lugar otros países no sirven ni menos son necesarias otras ciudades como Temuco o Roma, porque ni la copa del mundo es más fiesta que la propia fiesta que viven a diario la cariocas en sus bares y barcinos del centro, las favelas y las zonas turísticas. 

miércoles, 4 de junio de 2014

Hotel Nicolás: arquitectura de la nostalgia

Patricio Jara Tomckowiack
Arquitecto 
@PatricioJaraTom

En medio de un ajetreado y gris cúmulo de personas, bocinas de micro y rayas que garabatean a mano alzada los postes del alumbrado sobre las fachadas del centro de Temuco aparece (o más bien desaparece) el Hotel Nicolás. El edificio está parado en la esquina, sobrio, discreto y reposado, como un sicario con un daga pequeña entre los pliegues de su abrigo.  
Con sus tres estrellas no es más que una opción económica de alojamiento en el centro, pero si se le mira con detalle, ese lugar, junto a los sucuchos de papas fritas, las zapaterías de calzado plástico y las antiguas tiendas de telas, es un vestigio de buenos tiempos, una ventana al diseño que se fue, un lugar que sin lujos se mantiene elegante con una arquitectura dotada de gracia y sencillez, que no tiene la necesidad levantar la voz groseramente con juegos de agua y luces de neón.
Desconozco si por esos pasillos de piedra artesanal labrada a mano o bajo esos umbrales de fierro forjado que adornan las puertas interiores desfilaron artistas o famosos personajes. Ni tampoco sé si fueron insuperables, en la época, las tertulias con pisco Control y Free que disfrutaron nuestros conciudadanos en ese comedor de galácticos ventanales inclinados hacia la calle que conforman, con su voladizo, una de las esquinas más generosas del centro, donde los estudiantes y los ambulantes pueden capear un rato la lluvia y el sol.
De lo que sí tengo certeza es que uno vuelve con gusto en el tiempo cuando acaricia con sus ojos los pilares inclinados de su placa comercial y el acceso al edificio, un volumen en volado revestido en una pálida cerámica verde que es garantía de la placentera experiencia del hombre en el buen espacio arquitectónico, lo que sólo puede asegurar “lo hecho con conciencia y delicadeza” o, si se quiere, “lo hecho con más diseño que recursos”.
El interior del edificio evidencia el inevitable paso del tiempo y una sucesión descoordinada de esfuerzos para no distanciarse de los mínimos irrenunciables de la vanguardia. El espacio interior de hoy es un collage con recortes de la artesanía de los materiales de la obra nueva del hotel del pasado y las cerámicas hasta agotar stock de las actuales ampliaciones y enchulamientos varios.
Pese a todo el hotel conserva la dignidad, la educación y el buen gusto de lo que no pasa de moda. Porque aun estando en la penumbra del siglo XXI, las texturas, las luces y las formas de los revestimientos cerámicos, el ritmo imperfecto de los ladrillos en sus muros y las horas de piedra picada con cincel y martillo, regalan a los ojos y las manos la posibilidad de jugar y no aburrirse con el espacio, como hacían nuestros ancestros cuando todo era más lento y tanto cable no era necesario.