Por Patricio Jara Tomckowiack
Arquitecto
En nuestros cuerpos semi-herméticos las emociones van y
vienen, suben y bajan, alimentan y entierran esperanzas, mientras afuera nadie
se entera de nada. Un estadio de fútbol, así como un gimnasio, un polideportivo
o cualquier edificio destinado al deporte, por más piruetas arquitectónicas y técnicas
que se incluyan a sus fachadas no deja de ser una caja. Un lugar cuyo sentido
está en su contenido, en el vacío neutral y mínimamente equipado de su interior
donde acontecen los hechos más increíbles para unos y los más irrelevantes para
otros.
Si los estadios de fútbol disputaran su Copa lo harían en el
Maracaná de Río de Janeiro. En ese que fuera el estadio más grande del mundo, en
ese que tiene el record de espectadores con casi doscientos mil individuos
atentos a una pelotita, y, sobre todo, en ese donde un grupo de uruguayos sin
ningún respeto le robó la Copa del Mundo al propio Brasil en 1950 y condenó a
todo un pueblo y su territorio a una eterna casi felicidad llamada Maracanazo.
Todos llevamos un Maracaná dentro, un lugar invisible e
inmedible por científicos y esotéricos, como Dios o el diablo, donde ponemos nuestra
existencia a disposición de un resultado sin mediar condiciones. Donde nos quedamos mirando la cancha
media hora después del pitazo final porque Chile eliminó al campeón del mundo
en 2014. Donde se nos cae una lágrima y hace un nudo en la garganta al entonar
la canción en la que coincidimos buenos y malos, abusadores y trabajadores.
Donde no podrás creer lo que estás viviendo aunque te pellizques o te lo haya
contado tu padre mil veces y con lujo de detalles muchos años antes.
Podemos debatir si el Maracaná es o no un regalo de la
arquitectura, mediante las adecuadas proporciones de sus tribunas, sus
cerramientos y el orden preciso de sus asientos frente al rectángulo verde, pero
lo que no aguanta demasiada discusión es que todos llevamos un Maracaná dentro que duerme esperando el momento de verte jugar.