Por Patricio Jara Tomckowiack
@PatricioJaraTom
En palabras de Mario Vargas Llosa, cuando en 1943 Neruda subió por primera vez las difíciles alturas de Machu Picchu al ver ese espectáculo de vértices y aristas su expresión habría sido: “que sitio para comer un cordero asado”.
@PatricioJaraTom
En palabras de Mario Vargas Llosa, cuando en 1943 Neruda subió por primera vez las difíciles alturas de Machu Picchu al ver ese espectáculo de vértices y aristas su expresión habría sido: “que sitio para comer un cordero asado”.
Como pasa con muchos detalles insignificantes, pero que finalmente
son los que nos construyen por dentro, dan gracia a los libros, al cine y a los
pololeos adolescentes, por años ha dado vueltas esta expresión en mi cabeza. Encuentro
notable la aparición de nuestro cordero asado allí, clavado como una bandera en
esas cumbres de todos los pueblos. Y sobre todo viniendo de Neruda, pero no del
Neruda poeta de Temuco, del artesano de la lluvia, sino de un señor que al
mediodía comía un bistec a lo pobre y a las dos de la tarde almorzaba.
Este fin de semana sorpresivamente me encontré comiendo un
asado de cordero en Coñaripe con mi familia y la compañía inesperada de la lluvia
del verano, la magia del sur de Chile, dicen. Allí estuvimos ese grupo de
caníbales que compartimos apellidos y sangre, desgarrando bronceadas piernas
pasosas, sacando brillo a opacos huesos, adentrando nuestros colmillos en carnosas
cavernas imposibles para la anatomía humana y peleando a muerte las costillas sin
importar estuviera al frente tu abuela, tu madre o el tío que compró el cordero.
Como en el amor y la guerra allí todo valía por unas costillitas.
Luego de haber comido y quedado bastante satisfechos, vuelta a repasar las costillas
una vez más por si los ojos y los dientes hubieran tenido un resto de piedad
contra algún rincón del animal, por si el garrón de la abuela Elisa se había
salvado esta vez, por si un beso tibio aparecía naufragando en ese delicioso mar
de grasa y sal que cubre las flores de todos los platos.
Toda la vida tuvo sentido en esos veinte minutos que costaron
tres horas de: el fuego está bajo, no dejes de darle vuelta, chambriemos más
vinito, voy a la farmacia por más, dale un apurón que el cordero no se puede
comer crudo sino patea.
Así fue la tarde de un domingo que podría haber sido uno más
de insomnio, de caña, de televisión, de anticipar el lunes, de planchar
camisas, de ir al super por algo dulce. Ese día fue especial porque fue la fiesta
nacional que habíamos esperado todo el año. Ese domingo de verdad estuvimos
vivos, mientras la lluvia pedía un lugar en la mesa tocando el zinc para entrar
en nuestras propias alturas imposibles, en nuestro sencillo Machu Picchu hecho
de restos de tablones que nos cobijó para para bailar, escuchar La Picarona de
Lican-Ray, imitar a Luis Miguel y al regatón del El Big Boss. Allí en ese
espacio que mira al fuego, en ese lugar de sombra y ropa seca donde se pone una
mesita en la esquina para apoyar el vino y los cuchillos, y se disponen en círculo
los asientos plásticos que compramos un domingo cualquiera en el viejo Sodimac
de Caupolicán.
me quedo con la notable frase, la cual, desde hoy formará parte de mis conversaciones...
ResponderEliminar"...por si un beso tibio aparecía naufragando en ese delicioso mar de grasa y sal que cubre las flores de todos los platos."
Gracias por alegrar mi tarde.
Que bueno Pablo que estas palabras sean una brisa suave que entre por la ventana de la oficina. Saludos
ResponderEliminarHay que recurrir al viejo adagio que profesa que el maestro siempre será superado. Me gusta la cotidianeidad, la simpleza, me gusta la gente simple, porque yo soy más compleja!
ResponderEliminarSi Mari, pero "no te creas" (con tono mexicano), un asado de cordero se ve inocente pero es mucho más complejo, ja.
ResponderEliminarUn abrazo.