martes, 11 de marzo de 2014

Cheuque, el lugar de un hombre


Por Patricio Jara Tomckowiack
@PatricioJaraTom

“Todo el suelo tiene dueño, si cada cuarta en la tierra tiene su pedazo de cielo”, dice Quelentaro, con su voz apellinada, para hablarnos de la puebla del campo chileno, ese terrenito cultivable donde uno le pone su mujer, sus hijos, su cariño, un arado, una yunta de bueyes…[1].  
Una vivienda es un simple objeto material pero puede llegar a ser un hogar, cuando uno deposita en ese contenedor su tiempo, su cariño y lo querido. El hogar es ese lugar único en el mundo que se siente propio, donde tienes tus raíces y ocurrirá lo mejor que estás por vivir, esas cuatro paredes que sientes como patrimonio suficiente para pasar tranquilo por esta vida. Todas las vidas de un hombre y su familia pueden ser vividas en 50 metros cuadrados, sin más. Esta transformación de objeto inanimado en hogar-tu-lugar-en-el-mundo es uno de los milagros de la arquitectura.
Pero ayer se amplió mi espectro y casi dejé de creer en esto, porque vi con mis propios ojos debajo del agua que es ser parte de un lugar. Y sospecho a priori que es mucho más profundo y trascendente cuando una persona siente que su hogar es su aldea, su barrio, un lugar cualquiera, pero más amplio que lo que decretan las manos del carpintero y su ayudante.
Hoy siento la más profunda admiración por quienes entre los quehaceres cotidianos que dan vueltas en su cabeza tienen la necesidad de regar el arbusto de nuestra plaza frente a su casa, salvar vidas de turistas en el mar porque simplemente se está siempre allí, pintar de blanco la piedra de la esquina que referencia nuestro pasaje en la población, amarrar con una cámara de bicicleta la fuga del estanque de agua que abastece todo el caserío. Porque quién piensa y quiere lo mejor para uno, más allá de su propia piel, de la de su familia, de las tablas podridas de su casa, es alguien que nos abre los ojos y nos regala una maravillosa verdad; el mundo es uno, un todo, todos somos el mundo. Y hoy esto es oro puro que hace menos miserable nuestras vidas, o al menos la mía.  
El lugar donde vivimos no es solo paisaje, accidente o mera distracción para el ojo, podrías quererlo y cuidarlo más, porque es tu lugar de acción, el campo de juego de tu vida, donde nacen, viven, mueren y se hacen eternas las cosas, los recuerdos y las personas que dan sentido nuestro paso el este mundo. Es muy distinto vivir en un lugar que vivir a ese lugar, que vivirlo, es decir, ponerle cariño y darle algo de lo más sagrado que tenemos; nuestro tiempo. Así empieza la atracción entre el hombre y su lugar en la tierra, esa energía indescriptible que lo hace ir y volver, permanecer, nacer y quedarse para siempre allí hasta transformarse en él.
Amar y ser de un lugar te hace eterno en él, especialmente cuando nuestra alwe (alma) requiere los servicios de transporte del balsero de la muerte para viajar hacia la lejana región de occidente[2]. Pienso en el caso de Pablo Neruda en Isla Negra o en el de Nelson Mandela que descansa en una pequeña colina de su finca en la aldea de Qunu, en Sudáfrica, donde pasó su infancia y lugar al que siempre consideró su hogar[3].
Esta es la historia de un hombre sencillo, sin premio Nobel, que de casualidad me enseñó una gran lección sobre lo que implica trascender en la tierra y en el corazón y, también, me dio una cátedra de arquitectura sobre el significado del concepto, algo viciado, de "lugar", del que como arquitecto ignorantemente tantas veces hablé. Ese hombre, desde ahora y hasta el día en que se sequen los mares, chapotea con sus hijos y después lo hará con sus nietos y bisnietos en el pequeño balneario de Cheuque, el lugar que el siempre fue y será. 





[1] La puebla, canción del grupo angolino Quelentaro.
[2] Tránsito de la vida a la muerte para la cultura mapuche.
[3] Para su funeral las autoridades sudafricanas solicitaron a los líderes mundiales abstenerse de asistir porque el lugar no daría abasto para recibir tanta gente.

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