viernes, 4 de abril de 2014

Los terremotos y nuestra fragilidad

Por Patricio Jara Tomckowiack
@PatricioJaraTom

Los chilenos sabemos que un día cualquiera una persona cualquiera nos dirá ¡Terremoto! Y que la cosa se vendrá fea y al otro día nada será lo mismo. Quizá por eso somos un pueblo un poco triste.
¿Dónde y cuánto fue? preguntamos con urgencia para echar a correr nuestras tembleques neuronas y empezar a tejer el entramado que mezcla el lugar, sus alrededores y algún familiar, conocido o turista que sepamos se encuentra cerca del epicentro. Y cuando encontramos a ese alguien se nos viene a la cabeza una masa amorfa de escombros, madera, mucho lodo y un tipo con la bandera chilena desgarrada colgando.
De inmediato el miedo, el dolor y la compasión (grado 10 en la escala de las emociones humanas básicas) se apoderan de nosotros. Y a los pocos minutos, al menos en mi caso, la racionalidad toma el mando e instala la idea de la fragilidad de las ciudades, los hombres y las cosas: ¡no somos nada!…y todo eso.
La bella ciudad de Iquique, el Miami nacional, destino paradisíaco de 4 días y 3 noches, en unas horas puede ser una gran playa del infierno. El winner chileno, superior y autosuficiente, deja de lado su ego y ateísmo y reza a cuanto santo encuentra disponible en la oscuridad del dormitorio tomado del marco de la puerta. Y las cosas, esas que dan sentido a nuestros sueldos y paseos de fines de semana, caen al suelo y se rompen con el primer movimiento.
Asimismo, la ciudad y sus habitantes nos van enseñando mucho en esos momentos de tragedia. Podemos evaluar la efectividad de las zonas seguras, vías de evacuación y sistemas de alarmas que se disponen para qué –por diosito santo- no nos alcancen los insensibles brazos del mar ni nos trague esta tierra estrecha e ínfima, pero hambrienta que alguien llamó Chile. Y también aprendemos que es lo importante para la gente cuando la vemos correr cerro arriba con sus TV de plasma o entrar en los almacenes para adquirirlas en 0 cuotas y 0 interés. Y por si fuera poco, entre tanta tole-tole y vieja corriendo, como si no nos gustará poquito la tontera, nuestros compatriotas dejan una estela del mejor “hablamiento” nacional: “manden más zafradas”, “la tierra se tiró a abrir”, “el marepoto”, “el tusunami”, etc.
La topografía de Iquique es plana y la zona segura ante tsunamis está en Alto Hospicio, una ciudad en el cerro de 100 mil habitantes que es casi la mitad de esa “tierra de campeones”. Y para este terremoto la única ruta que une ambas ciudades colapsó durante la evacuación con la congestión vehicular. Para mí esto es la fragilidad de una ciudad. 
Y así, nos sentimos tan frágiles y vulnerables en ese minuto y medio de infierno, un poco menos las horas siguientes y al otro día cuando el sol alumbra se nos viene ese Don Francisco que todos llevamos dentro y la cosa es #LEVANTATEIQUIQUE o #FUERZACHILE. Y como la necesidad tiene cara de hereje y no nos sirve vivir o trabajar en la punta del cerro, en la “zona segura”, volvemos a levantar nuestras casas y negocios en las áreas de riesgo de tsunami y derrumbre y a vivir en los bellos edificios con vista al mar.
Somos frágiles y lo sabemos pero como dice la canción “mejor no hablar de ciertas cosas”, para que podamos vivir tranquilos en este suelo prestado, en esta copia feliz del edén bañada por ese tranquilo mar del Pacífico y en estas ciudades sin futuro asegurado, al menos un ratito más hasta que la tierra diga basta. Porque para vivir en Chile es imprescindible saber “hacerse el huevón” y entender la vida como el iquiqueño entrevistado en el campamento de damnificados que, encogido de hombros, declaró: “así nomás es la cosa poh”.  

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