sábado, 25 de enero de 2014

La pregunta más difícil


Por Patricio Jara Tomckowiack
@PatricioJaraTom

¿Conoce usted a la señora Charo? Me preguntó un señor mayor la tarde un sábado afuera del almacén de la población donde viven mis padres. Luego, agregó que ella vivía cerca, tenía tres hijos hombres “cachetoncitos”, un puesto en el mercado y un par de camiones. El hombre traía un balde plástico en la mano, era de piel amarillenta quizá por la diabetes y sus palabras salían cansadas y con un tono algo tembloroso de dientes mal pegados. Estaba bien perdido el tipo, aunque muy sereno y resignado.
¿Quién podría ser la señora Charo?
Busqué en mi infancia, en mi juventud, en mis breves visitas actuales al barrio, pero no encontré nada que pudiera serle útil. Que pregunta más difícil. Que anciano más cabrón. Que golpe de nocaut ante el cual no tuve ni un atisbo de defensa.  
¡Necesita más información! Atiné a decirle torpemente para darle algún consuelo.  No podía contarle la verdad. No podía increparlo y refregarle en la cara que el mundo ya no funcionaba así. Que las ciudades y su gente estamos cada día más podridos por la desconfianza. Que ya no somos solidarios. Que ya no somos una comunidad. Que sospeché de él cuando se me acercó. Me sentí triste y decepcionado. El hombre me respondió que gracias y que seguiría buscando.
Durante la tarde me quedé pensando en la pregunta y, nuevamente, volví a ponerme en jaque: ¿Cuánta gente vivirá en la población donde me crié? Abrí Google Earth y pude contar que la Villa Aquelarre tiene trescientas cincuenta y dos casas, o sea, trescientas cincuenta y dos familias, unas mil cuatrocientas ocho personas, de las cuales una de ellas tendría que ser la señora Charo.
Pero ese número corresponde sólo a la población o el primer anillo de viviendas de mi barrio, de mi vida. Ahora bien si tratamos de conocer realmente la magnitud del barrio donde me crié (porque debemos entenderlo así, como barrio, más allá de los límites físicos y administrativos del conjunto habitacional), deberíamos sumar las casas de las poblaciones aledañas donde vivían los amigos con los que compartí épocas de gloria, incluso hasta hoy. Ganaderos, Amanecer y Andalucía son las poblaciones vecinas, aproximadamente unas mil cincuenta casas más. Es decir, mi barrio, la ciudad de mis ojos de niño, el lugar donde se nos develó la vida, tiene unas mil cuatrocientas casas, donde viven unas cinco mil seiscientas personas.
Soy un tipo afortunado. En el barrio donde con mis amigos amamos, lloramos, sufrimos y jugamos, además del respectivo montón de casas contaba con una buena cantidad de equipamientos comunitarios (iglesias, sedes sociales, escuelas) y comerciales (almacenes con lista de fiados y supermercados) que daban diversidad y mucha gracia a la vida en el lugar.  Pero sobre todo una de las maravillas del barrio, una de las razones por las que aún vivo aquí, uno de los lugares que potenció mis ganas de ser futbolista es la existencia del campus deportivo de la Universidad de La Frontera. El segundo mayor y mejor espacio verde de Temuco, después del Parque Estadio Municipal, que además está al lado. ¡Qué más puede pedir un bicho de ciudad!
¿Cuánta gente se necesita para conformar un barrio, ese pedazo de ciudad madre? ¿Cuántas de las cinco mil seiscientas personas que presenciaron nuestra infancia y juventud habrán influido en cómo somos hoy? ¿Cuántos amigos, conocidos, tíos y tías habremos tenido en el apogeo de nuestra vida social? ¿Habré visto alguna vez a la señora Charo?
La casa de mis abuelos paternos está en la Población Temuco, un antiguo barrio obrero de pequeñas viviendas colectivas apegadas a la calle, muy bellas y con muchos pasajes peatonales ideales para andar en autitos a pedales, triciclos y bicicletas. Hoy es un barrio considerado “patrimonial” por el Estado pero no se conserva muy bien y su población es mayormente anciana. Espero, al menos, que eso lo proteja de las hienas inmobiliarias.   
Allí recuerdo que la mayoría de las puertas de acceso a las casas tenían el nombre de su dueño, el hombre por supuesto, según la usanza de la época. Era bonito recorrer las casas y leer esos nombres, aunque no eran más que eso, nombres de desconocidos puestos en diminutas e insignificantes plaquitas metálicas pegadas a las puertas. Digo insignificantes sólo por una cuestión de tamaño y forma, porque hoy esas plaquitas deberían ser piezas de museo. Un patrimonio de la ciudad y la arquitectura que nos cuenta como éramos como comunidad, como eran nuestros padres cuando hijos y nuestros abuelos cuando padres.
Qué maravilla sería conocer los nombres de todos los vecinos. Tocar puertas con esas plaquitas que eran verdaderos escudos, himnos y banderas familiares grabadas en los accesos de las casas. Dispuestas como una mano abierta, tendida, que te acorta camino para buscar coincidencias y conocidos en común. Dándote un empujón para sociabilizar con el vecino, ofrecer y pedir ayuda, para no estar tan sólo y seguramente saber dónde vive la señora Charo.     

4 comentarios:

  1. Me gusto tu reflexión....hace pensar y detenerse un poquito para recordar.
    Gracias

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  2. Saludos Pablo, yo siempre que paso por la Población Temuco no puedo dejar de detenerme a leer los nombres en las plaquitas que queda. Un abrazo.

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  3. Nadie sabe donde vive "nadie" que fortuna que tu SI compartas con vecinos en comunidad. Dormiré con tus palabras al viento. Especial en una noche de luna. Un abrazo Jara Patricio

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  4. Como dice Neruda en el poema Oda al Hombre Sencillo: Conocer una vida no es bastante, pero conocerlas todas tampoco es necesario. Algo así. Agradecido por tus palabras Mari-Maestra. Un abrazo.

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