¿Conoce usted a la señora Charo? Me preguntó un señor mayor la tarde un sábado afuera del almacén de la población donde viven mis padres. Luego, agregó que ella vivía cerca, tenía tres hijos hombres “cachetoncitos”, un puesto en el mercado y un par de camiones. El hombre traía un balde plástico en la mano, era de piel amarillenta quizá por la diabetes y sus palabras salían cansadas y con un tono algo tembloroso de dientes mal pegados. Estaba bien perdido el tipo, aunque muy sereno y resignado.
¿Quién podría ser la señora Charo?
Busqué en mi infancia, en mi
juventud, en mis breves visitas actuales al barrio, pero no encontré nada que
pudiera serle útil. Que pregunta más difícil. Que anciano más cabrón. Que golpe
de nocaut ante el cual no tuve ni un atisbo de defensa.
¡Necesita más información! Atiné a
decirle torpemente para darle algún consuelo.
No podía contarle la verdad. No podía increparlo y refregarle en la cara
que el mundo ya no funcionaba así. Que las ciudades y su gente estamos cada día
más podridos por la desconfianza. Que ya no somos solidarios. Que ya no somos
una comunidad. Que sospeché de él cuando se me acercó. Me sentí triste y
decepcionado. El hombre me respondió que gracias y que seguiría buscando.
Durante la tarde me quedé pensando
en la pregunta y, nuevamente, volví a ponerme en jaque: ¿Cuánta gente vivirá en
la población donde me crié? Abrí Google Earth y pude contar que la Villa
Aquelarre tiene trescientas cincuenta y dos casas, o sea, trescientas cincuenta
y dos familias, unas mil cuatrocientas ocho personas, de las cuales una de
ellas tendría que ser la señora Charo.
Pero ese número corresponde sólo a la
población o el primer anillo de viviendas de mi barrio, de mi vida. Ahora bien si
tratamos de conocer realmente la magnitud del barrio donde me crié (porque
debemos entenderlo así, como barrio, más allá de los límites físicos y
administrativos del conjunto habitacional), deberíamos sumar las casas de las
poblaciones aledañas donde vivían los amigos con los que compartí épocas de
gloria, incluso hasta hoy. Ganaderos, Amanecer y Andalucía son las poblaciones
vecinas, aproximadamente unas mil cincuenta casas más. Es decir, mi barrio, la
ciudad de mis ojos de niño, el lugar donde se nos develó la vida, tiene unas mil
cuatrocientas casas, donde viven unas cinco mil seiscientas personas.
Soy un tipo afortunado. En el
barrio donde con mis amigos amamos, lloramos, sufrimos y jugamos, además del respectivo
montón de casas contaba con una buena cantidad de equipamientos comunitarios (iglesias,
sedes sociales, escuelas) y comerciales (almacenes con lista de fiados y
supermercados) que daban diversidad y mucha gracia a la vida en el lugar. Pero sobre todo una de las maravillas del
barrio, una de las razones por las que aún vivo aquí, uno de los lugares que
potenció mis ganas de ser futbolista es la existencia del campus deportivo de la
Universidad de La Frontera. El segundo mayor y mejor espacio verde de Temuco,
después del Parque Estadio Municipal, que además está al lado. ¡Qué más puede
pedir un bicho de ciudad!
¿Cuánta gente se necesita para conformar
un barrio, ese pedazo de ciudad madre? ¿Cuántas de las cinco mil seiscientas
personas que presenciaron nuestra infancia y juventud habrán influido en cómo
somos hoy? ¿Cuántos amigos, conocidos, tíos y tías habremos tenido en el apogeo
de nuestra vida social? ¿Habré visto alguna vez a la señora Charo?
La casa de mis abuelos paternos
está en la Población Temuco, un antiguo barrio obrero de pequeñas viviendas
colectivas apegadas a la calle, muy bellas y con muchos pasajes peatonales
ideales para andar en autitos a pedales, triciclos y bicicletas. Hoy es un
barrio considerado “patrimonial” por el Estado pero no se conserva muy bien y
su población es mayormente anciana. Espero, al menos, que eso lo proteja de las
hienas inmobiliarias.
Allí recuerdo que la mayoría de las
puertas de acceso a las casas tenían el nombre de su dueño, el hombre por
supuesto, según la usanza de la época. Era bonito recorrer las casas y leer esos
nombres, aunque no eran más que eso, nombres de desconocidos puestos en
diminutas e insignificantes plaquitas metálicas pegadas a las puertas. Digo
insignificantes sólo por una cuestión de tamaño y forma, porque hoy esas
plaquitas deberían ser piezas de museo. Un patrimonio de la ciudad y la arquitectura
que nos cuenta como éramos como comunidad, como eran nuestros padres cuando
hijos y nuestros abuelos cuando padres.
Qué maravilla sería conocer los
nombres de todos los vecinos. Tocar puertas con esas plaquitas que eran
verdaderos escudos, himnos y banderas familiares grabadas en los accesos de las
casas. Dispuestas como una mano abierta, tendida, que te acorta camino para
buscar coincidencias y conocidos en común. Dándote un empujón para sociabilizar
con el vecino, ofrecer y pedir ayuda, para no estar tan sólo y seguramente saber
dónde vive la señora Charo.
Me gusto tu reflexión....hace pensar y detenerse un poquito para recordar.
ResponderEliminarGracias
Saludos Pablo, yo siempre que paso por la Población Temuco no puedo dejar de detenerme a leer los nombres en las plaquitas que queda. Un abrazo.
ResponderEliminarNadie sabe donde vive "nadie" que fortuna que tu SI compartas con vecinos en comunidad. Dormiré con tus palabras al viento. Especial en una noche de luna. Un abrazo Jara Patricio
ResponderEliminarComo dice Neruda en el poema Oda al Hombre Sencillo: Conocer una vida no es bastante, pero conocerlas todas tampoco es necesario. Algo así. Agradecido por tus palabras Mari-Maestra. Un abrazo.
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